Cuando era niña, inquieta y precoz, escuché una vez a mi abuela 
referirse a las “casas de citas”, sin comprender el contexto de esa 
frase. Al entrar en la adolescencia supe de qué se trataba. Supongo, que
 tanto mi “ela” como mi madre (ambas mujeres conservadoras) pretendían 
preservar mis oídos vírgenes, a la realidad de la prostitución.Ya
 de adulta he reflexionado mucho sobre este tema y me he preguntado si 
por necesidad  estaría dispuesta a ofrecer mi cuerpo por un par de 
monedas. Por fortuna, mi familia y mi empeño, me brindaron las 
herramientas para ganarme la vida, primero como profesora y luego como 
enfermera. Creo que una cosa es prostituirse porque no existe más opción
 y algo muy distinto, es que a una la hagan esclava sexual.
Hace
 tres días leí las declaraciones del alcalde de Osaka, Toru Hashimoto, 
quien justificó como necesaria la implementación de “mujeres de 
confort”, para satisfacer sexualmente a los soldados japoneses, durante 
la conflagración con China y la Segunda Guerra Mundial. Estas mujeres 
chinas, coreanas, filipinas y vietnamitas entre otras, eran el botín de 
guerra del Imperio Nipón. Los historiadores estiman en 200 mil las 
víctimas de estos burdeles militares. Sólo recién en el año 1993, Japón 
pidió perdón por las vejaciones que infringió a la población femenina en
 los países conquistados. 
La
 historia de la humanidad se encuentra plagada de acontecimientos 
bélicos y de dominación del hombre por el hombre. En este contexto las 
mujeres son las que siempre han salido perdiendo. En el desarrollo de 
las contiendas, ellas deben hacer frente al mantenimiento de la familia 
y, al finalizar los combates, si se encuentran en el bando perdedor, son
 la presa fácil para cobrar venganza.
Los triunfadores 
recurren a la violación de las mujeres como una forma de demostrar su 
poder y de imponer su autoridad. También el ultraje constituye un 
elemento aniquilador de la autoestima del adversario, al enrostrárseles 
el que no es capaz de defender a las féminas de su tribu, de su pueblo, o
 de su nación. Someter a las mujeres a la esclavitud sexual, humillarlas
 frente a sus pares, despojarlas de toda dignidad, se transforma en un 
arma poderosa, paralizante para cualquier intento de rebelión. Del mismo
 modo es un recurso de tortura para conseguir confesiones, ya sea de la 
mujer en cuestión o del hombre que tiene un lazo afectivo o carnal con 
ella. 
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el Ejército
 Rojo se vengó con extrema crudeza en la piel de las alemanas y en las 
mujeres de los territorios leales a los nazis. Ni las niñas ni las 
ancianas fueron objeto de consideración. Así los soldados de Stalin 
lavaron la afrenta a sus madres, esposas y hermanas y cobraron la vida 
de sus millones de muertos. Sin embargo, la revancha también salpicó a 
las tropas coloniales francesas, como queda retratado en la película Dos
 mujeres, donde una madre italiana y su hija son violadas por los 
goumiers (soldados marroquíes). 
Bosnia-Herzegovina, 
Ruanda, Congo, Kosovo, son algunos ejemplos cercanos de la fragilidad de
 las mujeres en los conflictos armados. Ellas son las rehenes de los 
vencedores, quienes con sus lágrimas y con sus gritos acallados, 
saldan las deudas de guerras fratricidas, étnicas y religiosas. Ellas, 
merecen todo nuestro respeto y consideración. Requieren que sus trágicas
 experiencias y sus suplicios sean compensados con un reconocimiento 
moral y pecuniario. Ellas ameritan que la sociedad nunca más les dé la 
espalda.
Foto: Mujeres surcoreanas que fueron esclavas sexuales durante la segunda guerra mundial.
Foto: Mujeres surcoreanas que fueron esclavas sexuales durante la segunda guerra mundial.
DdA, X/2388 
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