Hace 50 años Gertrude Stein miró a los ojos a Hemingway y le dijo:
“sois una generación perdida”. Entonces el jazz sonaba de fondo en un
París vanguardista arrasado por los ecos de la guerra. Ahora es la
Organización Internacional del Trabajo quien mira los datos de la última
Encuesta de Población Activa y constata: “vosotros, juventud española,
sí que sois una generación perdida”.
No somos Fitzgerald, Dos Passos ni Faulkner, un grupo de escritores
norteamericanos que pasó a la historia con el sobrenombre de “generación
perdida” por hallarse desorientados en un momento de contrastes
económicos, guerra, pesimismo y desconcierto. A nosotros no nos envuelve
un aura de desesperanza romántica, tan sólo una existencia mediocre.
Sólo somos jóvenes de todo tipo, con ilusiones truncadas, intentando
llevar a cabo un proyecto de vida en el seno de una guerra sin
trincheras. Somos la primera generación de españoles nacida en
democracia pero vivimos en mitad de una cruda dictadura de mercado. No
sabemos cómo derrocar al tirano de turno porque en este caso nuestro
opresor no tiene bigote, ni siquiera tiene rostro.
La mitad de la población activa menor de 30 años está parada. El País
desgrana en el editorial de este domingo, “La tragedia de los jóvenes”,
los últimos datos del INE sobre el primer trimestre de 2013 y augura
que la inacción europea deparará “una prolongada situación de
inestabilidad social, en la que la frustración de los jóvenes será el
principal elemento determinante”. ¿Qué niveles máximos de frustración es
capaz de soportar la población joven de este país?
Actualmente, siete de cada diez jóvenes viven en casa de sus padres,
sin un proyecto de vida; sin dinero, sin trabajo, sin futuro. André Gorz
consideraba la sobriedad —o simplicidad voluntaria— como una necesidad
para luchar contra la miseria. La teoría de la relatividad social nos
convierte en ricos o pobres en función de nuestro contexto; pero la
miseria es una cuestión objetiva. Hay miseria donde no hay para comer,
beber, vestirse, curarse o tener un techo decente. Nuestro país ya no
permite una vida sobria de bicicleta y camiseta de algodón, ni una
pobreza de queso y pan negro; nuestro país condena directamente a la
miseria y lo que separa actualmente al joven español de la indigencia es
una sociedad tradicional basada en la unidad familiar, solidaria con
sus miembros. Eso o el exilio. No hay más opciones.
Y la partida al extranjero ha dejado también de ser una alternativa
romántica, aquella elección de intrépidos aventureros —de los que tanto
sabe la secretaria de emigración— o de grandes talentos cazados
internacionalmente —sobre éstos sabe más Aguirre, por lo que demuestra
en sus últimas declaraciones— para convertirse en una penitencia. La
condena de la consciencia desoladora del que es rechazado, ya sin
patria, en un renacer y morir, donde utopía no significa nada más que
“no lugar”.
En un “no lugar” envuelto de un “no tiempo” vivimos esperando que
algo suceda, no sólo convertidos en parados, sino también en pasivos.
Creemos en las mentiras —y gordas— de partidos que abandonaron los
principios hace mucho tiempo, y aunque no les creamos, les dejamos
hacer, les perdonamos, como el que perdona las continuas infidelidades
de su cónyugue, en un afán de comprender la insoportable levedad del
ser…
De pequeños nos hicieron sentir culpables por tenerlo todo. Crecimos
en la abundancia, rodeados de abuelos que nos recordaban el hambre y de
padres que nos hablaban de represión: “tú lo tienes todo, nosotros no
teníamos nada”. Y desde esa abundancia también le perdimos el amor a las
cosas, y todo, hasta el mismo amor, se convirtió en desechable. Ahora,
confusos y desorientados, en una sociedad que mira atrás, parece que no
acabemos de entender qué hicimos mal, ¿nos ocurre esto porque le pedimos
demasiados juguetes a los Reyes Magos? Hace diez años no teníamos ni la
edad para beber, ¿quién se pegó la borrachera económica en nuestro
lugar?
Desde una fingida libertad, no sabemos cómo se lucha, puede que nos
protegieran tanto que creciésemos sin los anticuerpos necesarios. Desde
fuera nos dicen lo que somos o, en este caso, cómo estamos: perdidos. Y
puede que tengan razón. Somos la generación perdida. Y lo somos no
porque el mercado se pierda nuestra fuerza como capital humano, sino
porque en lo más profundo de nuestra alma, estamos triste y
completamente perdidos, y eso, aunque al mercado le importe un bledo, es
lo realmente trágico de esta distópica situación.
DdA, X/2374
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