Manuel Tirado
La rebelión de las masas (auto)etiquetada como 15-M comenzó a tomar forma cuando los avaros apóstoles del capitalismo arrancaron a predicar la desaparición del estado del bienestar
y los inquisidores civiles hicieron suyo el retrógrado evangelio
austericida, aunando esfuerzos para aniquilar los derechos adquiridos
por la ciudadanía durante décadas, o sea, cuando la indignación posmoderna
resucitó el frustrado lamento de nuestro particular príncipe
destronado, Segismundo: "Pues aunque el dar la acción es / más noble y
más singular, / es mayor bajeza el dar / para quitarlo después". La
insaciable voracidad de los (putos) amos del cotarro arrebató al pueblo
lo que era suyo y, con ese incorregible gesto, despertó al "compuesto de
hombre y fiera" que, desde que Calderón alumbrara La vida es sueño, sabemos que somos. El maltrecho gentío tomó entonces las calles —que eran lo único que le iba quedando— y, entre hiperbólicas descalificaciones ("Hatajo de mastuerzos" llamó Fernando Savater a los indignados correligionarios de su hijo Amador) y ditirambos a tutiplén, consiguió asentar los cimientos de un renovado sistema cuyo andamiaje aún está por definir dos años más tarde. Como advirtió Baudrillard,
ya no hay ideologías, sino solo simulacros, y consecuentemente los
sondeos retratan un país que no deja lugar a la duda: más de la mitad
del electorado se resiste a seguir bailando el agua a los partidos tradicionales y, menos aún, a sus pervertidos cabecillas. Existe una evidente resistencia a lo que Juan Gelman ha definido como "acostumbramiento" y ya va siendo hora de transformar ese cabreo ciudadano "en todas direcciones" (por decirlo en términos lucasianos), compuesto de angustia, asco y desengaño, en algo sólido que meternos para el cuerpo. Porque sabemos por William Blake que debemos crear un sistema o ser esclavos del de otro hombre; y no veo yo demasiada vocación esclava a mi alrededor.
DdA, X/2385
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