No cabe entender de otra manera el auto del fiscal que impugna el del juez Castro que imputa a su vez a la señora. Porque si el fiscal no ve los indicios de delito como autora, cómplice o encubridora de los tejemanejes de su marido, que ve el juez -causa de la imputación- y el país entero, mal vamos.
Semejante discrepancia del fiscal no es trivial. Es tan
escandalosamente sospechosa, como todo lo que envuelve a este otro
turbio asunto en el que el propio monarca parece involucrado. La sombra
de la prevaricación planea sobre el juez. Basta que la Audiencia de
Baleares resuelva a favor de la tesis del fiscal, para que cualquiera
personado en la causa, o quién sabe si el propio fiscal (aquí en todo
hay excepcionalidad), puedan acusarle de prevaricador. Lo que, más o
menos, sucedió con el juez Garzón.
Lo tiene tan fácil el poder institucional y fáctico, todo él
ultraconservador, con una mayoría absoluta, por un lado, y la
plutocracia al servicio de sí mismos y por supuesto del monarca que
forma parte de él, por otro, que sería preferible que a la
inviolabilidad e impunidad constitucional del señor de la Zarzuela se
añadiesen las de los miembros de su familia. Legíslese para que todos
ellos puedan hacer cuanto se les antoje, añádase el derecho de pernada y
demás barrabasadas medievales, y por lo menos sabremos a qué atenernos.
Pero estas farsas, estas pantomimas que tienen la función de amagar y
no dar, no encajan en los tiempos que vivimos. Eso de presentarnos un
día y otro a ese señor como el salvador de un cuartelazo (un preparado a
la carta justo para esto) para justificar todas sus aventuras y las de
su parentela: desde el adulterio continuado, hasta el derecho de él y de
toda la familia a hacer negocios como cualquier mercachifle de su
reino, es demasiado para la inteligencia despierta de la ciudadanía de
este tiempo.
Estamos en otro milenio. El registro mental de la gente no es el de los
súbditos de épocas en que el rey lo era por derecho divino. Y todas las
triquiñuelas, leguleyas o en la sombra, para sortear la ley -que el
propio señor de la Zarzuela dijo cínicamente que es igual para todos- en
favor de todos ellos (ya veremos qué pasa cuando de la instrucción pase
al procedimiento propiamente dicho en la Audiencia), no hacen más que
enardecer más los ánimos de la ciudadanía.
La única manera de legitimar lo ilegítimo de una monarquía
prácticamente impuesta donde debiera haber una República, es no sólo
abstenerse de recabar ese señor, descaradamente o en secreto, el
privilegio. El único modo de deglutir el pueblo la pócima de una forma
de Estado rematadamente anacrónica, es que el caballero coronado
renuncie a la mayoría de los que le fueron otorgados en el año 1978.
Otorgados, por cierto, por personas venidas del franquismo que se
eligieron a sí mismas y cocinaron la constitución. Pues, si recordáis,
el pueblo desde luego no fue quien les eligió... Por eso, el régimen que
soportamos, incluida la monarquía, llega viciado desde su mismísimo
nacimiento, y el juez Castro se perfila como otra víctima más de un
sistema, todo él, absolutamente putrefacto. Claro que, pensándolo bien,
todo esto no hace más que cavar más honda la fosa donde acabará
enterrada la monarquía.
DdA, IX/2353
No hay comentarios:
Publicar un comentario