sábado, 20 de abril de 2013

¿POR QUÉ ODIAN EN GUATEMALA LA PALABRA GENOCIDIO?

Fernando Suazo
Desde Guatemala

(A los políticos e intelectuales biempensantes de Guatemala).


Partamos de una palabra que parece ser aceptada: la intencionalidad. Según la Convención, el delito de genocidio requiere “la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”.

A continuación pongamos esa palabra sobre el suelo y sobre la historia de Guatemala. Extendamos la mirada hacia el pasado y hacia las aldeas, cantones y caseríos de la geografía nacional en estos casi quinientos años. Tendremos así unas coordenadas de espacio - tiempo que nos permiten entender la intencionalidad de los atropellos que los invasores españoles, la oligarquía colonial y el estado criollo “endocolonial” han infligido sistemática y estructuralmente a los pueblos y comunidades indígenas de nuestro país, hasta el presente.

Las “tierras indias” y sus pobladores, mujeres y hombres, no sólo fueron sometidos, sino además convertidos en propiedad de los dueños extranjeros y sus linajudos descendientes, tanto civiles como religiosos. Propiedad sobre sus mentes, sobre sus conciencias, sobre sus cuerpos, sobre sus exhaustas fuerzas de trabajo. Se implantó en este país una irrestricta ideología racista, que jamás fue cuestionada porque era el mejor dispositivo ideológico para legitimar la explotación sistémica de los conquistados.

Para someter a tal grado y durante tanto tiempo a los nativos fue preciso recurrir al miedo: el miedo al infierno que predicaban los doctrineros contra la religión tradicional -las fuentes de sentido que hubieran podido conservar firme la identidad y la memoria colectiva-; el miedo a cualquier sentimiento que no fuera de sumisión a los amos, amparados por el dios cristiano; el miedo a los cotidianos, abundantes, arbitrarios azotes; y el miedo a las torturas y la muerte cruel a la menor rebeldía. Por miedo o por prebendas y privilegios, los mayordomos debían controlar y azotar a sus propios paisanos siguiendo órdenes del encomendero, civil o religioso. Se instaló la corrupción y el malinchismo en el seno de las comunidades indígenas.

Cambiaron los tiempos. Decayó la Colonia porque decayó el imperio. La llamada independencia resultó de una reconfiguración de los grupos de poder, entre los que aparecían, algunos, muy contados, comerciantes indígenas que habían logrado trepar en el sistema. La población indígena en cuanto tal, masivamente, seguía disponible para la explotación implacable. Las flamantes ideas del liberalismo no aplicaban para las colonias, antes bien, justificaron la avalancha de criollos y ladinos ricos sobre las tierras comunales indígenas para expropiarlas y convertirlas en fincas de café. La combinación del fanatismo liberal con el racismo imperante, generó políticas y prácticas finqueras de suma explotación y crueldad contra los que se habían quedado sin sus tierras. Todo, mientras políticos e intelectuales (¡Oh, los políticos! ¡Oh, los intelectuales!) se devanaban los sesos discutiendo sobre la degeneración de las razas indígenas y propugnaban políticas eugenésicas. Los y las indígenas, con todo, eran los que sacaban adelante, sobre sus flacos hombros, las enormes ganancias de los exportadores cafetaleros.

Pero Guatemala era una república, digamos, pacífica, tanto que nuevas empresas imperiales se instalaron aquí cómodamente para explotar la mano de obra baratísima y los recursos, especialmente el banano, y el petróleo, con la complacencia irrestricta de los gobernantes locales, arrimados como socios.

También llegaron nuevas ideas, ecos de las luchas y revoluciones que sucedían en el norte. A partir de la segunda mitad del siglo XX, ya después de nuestra década democrática, crece el número de indígenas, mujeres y hombres, que acceden al español, a la lectoescritura y a la conciencia de sus derechos. Brotan organizaciones campesinas con gran empuje, como el CUC. Sin embargo, la tozudez criolla de la rancia oligarquía local, intoxicada del anticomunismo de la guerra fría, cierra toda salida a cualquier negociación laboral; cada día asesinan a más líderes populares. En muchas asambleas comunitarias se discute acaloradamente: ¿Qué hacemos?, ¿nos vamos con la guerrilla? Así le decían también a Monseñor Gerardi, obispo de Quiché. Las guerrillas se instalan en territorios indígenas.

Por ahí les entró el terror a los que, tradicionalmente, se consideraban dueños del país y propietarios de indígenas, a quienes solían llamar “nuestra gente”. Sin duda que empezaron a pensar: “nuestros indios se están haciendo comunistas, subversivos”. Por supuesto, no era lo ideológico lo que les asustaba, sino el ver amenazado su control sobre la mano de obra barata de sus fincas y empresas; y más que eso, perder sus enormes privilegios al derrumbarse el sistema económico, social y político que, desde la Colonia, venía siendo posible precisamente gracias a la discriminación y explotación del colectivo indígena. Detrás de ese escenario, entre bambalinas, el imperio de EEUU alentaba la represión.

Así fue como, de la convivencia “pacífica”, de siglos, con “sus” indios, pasaron a la guerra. Pero no para terminar a todos los indígenas de Guatemala. Seguía vigente lo que Bartolomé de Las Casas escribiera al rey: “No serían indias las tierras sin indios”, es decir, de nada le serviría poseer estos territorios, sin nadie que los trabaje. Por eso los dueños del país con su ejército establecieron en su Plan de Campaña Victoria 82 que el “objetivo” era “la mente de la población”; no sus manos ni su fuerza de trabajo. Había que destruir la nueva subjetividad indígena emergente porque constituía una amenaza extrema para el sistema. Por eso enfilaron su guerra contra el nuevo sujeto indígena colectivo, que era un sujeto social, más que un sujeto militar. La intención fue “sanear” de indígenas rebeldes y, por tanto, mantener, el sistema vigente, construido sobre la explotación y la exclusión indígena.

Lo hicieron con todo el odio que puede engendrar el racismo cuando las muchedumbres despreciadas se tornan amenazantes. Algo de ese odio les ha rebotado y salpicado en estos días, treinta años después, en la sala de la Corte Suprema de Justicia, a dos ilustres representantes del estado racista guatemalteco.

Lo hicieron también aplicando procedimientos viejos, que se remontan a los mandamientos coloniales y postcocoloniales, y que permanecieron con pocos cambios durante las dictaduras liberales, cuando los “indios” eran “agarrados” para realizar trabajos forzados. En la guerra contrainsurgente, los agarraban en las calles y plazas de los pueblos y los llevaban contra su voluntad, secuestrados, al cuartel para cambiarles la identidad. Allí aprendían a golpes y con crueles castigos –en realidad, torturas- a despreciar a los “indios” y a gritar que matarían a su madre si ella fuera guerrillera y así lo decidía el oficial.  La vieja estrategia del miedo…

Por otra parte obligaron en las aldeas a todos los hombres, bajo amenaza de graves castigos y de muerte, a denunciar a sus vecinos o familiares, a vigilar, a torturar, violar o ejecutar masacres o cualquier violencia que ordenara el oficial del ejército. El viejo miedo, otra vez.

Los jóvenes agarrados y los hombres forzados fueron lanzados, bajo amenaza de muerte, contra su propia gente. Ésta es la tesis de “indios contra indios” que aducen algunos para negar el genocidio.

Dicen que no fue genocidio porque nunca se pretendió destruir al pueblo maya en cuanto tal, que fue una guerra entre bandos enfrentados. Habrá que entender bien esa expresión –“como tal”- que establece la Convención. Porque es incuestionable que los seres humanos no nos atacamos en principio por nuestras características, cualesquiera que sean –pertenecer a una nación, a una etnia, a una religión, etc- sino porque en determinado momento alguien afecta a nuestros intereses. A partir de ahí, las características diferenciales se cargan de significantes negativos, se generalizan mediante estereotipos y sirven para construir otredades negativas de quienes, ahora sí, es justificado destruir. No se ataca a quien nos es indiferente, y nada nos importa a qué grupo pertenezca. El “como tal” de la Convención alude, sin duda, a estos prejuicios y estereotipos inspirados por el odio, y que no sólo añaden justificantes a la agresión, sino que le aportan peligrosos componentes emocionales. Por ejemplo el odio racial.

Ahora, la pregunta: ¿cuál fue la intención que inspiró la guerra contrainsurgente?

Nada mejor para entender la intención que conocer cómo fue esa guerra. Es claro que nadie, y menos los documentos oficiales del ejército, expresa los sentimientos primarios que esconde su texto, por ejemplo el odio racial. Eso debe descubrirse indirectamente por ejemplo en los relatos de los y las testigos. Y está fuera de duda que éstos hablan de ataques masivos y sumamente crueles a población civil, incluyendo niños y niñas, mujeres embarazadas, ancianas y ancianos. Ataques con saña, pero no entre combatientes, sino contra civiles acorralados. Persecuciones hasta el exterminio.

La intención que aparece tiene estos componentes: Exterminar a civiles indígenas de esa región y exterminarlos con saña. No es un combate militar. Tampoco es sólo matar a supuestos enemigos. Es desahogar un gran odio. Es evidente, un odio racial de casi quinientos años.

Por eso se asustan. No por la imagen internacional sino porque hablar de genocidio es nombrar la historia que les hiede bajo la alfombra.

DdA, IX/2364


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