
Luis Arias
Sabido es lo que son y han sido siempre nuestros gobiernos. Cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. La mayoría de los políticos viven del engaño y en él quiere mantenernos a todos, sin darse cuenta que no es posible idiotizar a los ciudadanos libres que conservan la cabeza en su sitio y un espíritu crítico al cual no van a renunciar" (Unamuno).
Cierto
es, sin margen para la duda, ni tan siquiera para el matiz, que lo más
esencial de la democracia es el respeto a las formas y que hay protestas
muy legítimas que, según se expresen y se desplieguen, pueden
desvirtuar por completo su cargamento de razón. A esto se refería -sin
descubrir ningún Mediterráneo- el ensayista Fernando Savater en un
artículo reciente a propósito de las movilizaciones que proponen
increpar en las proximidades de sus domicilios a los políticos cuyos
partidos no están por la labor de paralizar la sangrante cadena de
desahucios que se están produciendo en España de forma alarmante. La
tesis de don Fernando no colisiona con el hecho de que, entre las muchas
cosas que deben ser corregidas con premura en nuestra vida pública, se
encuentra la ausencia de canales de comunicación entre la ciudadanía y
sus teóricos representantes políticos.
En
más de tres décadas de supuesta democracia que llevamos, el
bipartidismo hasta ahora hegemónico no supo o no quiso habilitar
mecanismos para que el ciudadano pudiese manifestar su parecer y sus
problemas a los organismos institucionales correspondientes. Los
expertos en estas lides dicen que en el sistema anglosajón no se
producen tales carencias, pues la ciudadanía dispone de medios para ser
escuchada, más allá de las movilizaciones callejeras y de la bendita
libertad de expresión en los medios.
La
crisis está produciendo que la ciudadanía se sienta humillada y
ofendida al comprobar cada día que, ante las situaciones cada vez más
dramáticas que se están viviendo, la mal llamada clase política sigue
parasitando los recursos públicos y que no está dispuesta en modo alguno
a renunciar a sus privilegios. Es
decir, no sólo se incumplen todos los contratos programáticos que
prometen disminuir el paro y garantizar viviendas dignas a sus
conciudadanos, sino que además no dan el más mínimo ejemplo de
austeridad. Añadamos a eso que, salvo excepciones, sólo se aproximan a
sus representados durante las campañas electorales. Y,
en el caso concreto de los desahucios, no se olvide que estamos
hablando de ciudadanos a quienes se les tasó lo hipotecado por parte de
la propia entidad bancaria que les embarga la vivienda y que además no
los exonera con ello de las cuotas pendientes.
Ante
tesituras semejantes, al mazazo sufrido se le añade que, por lo común,
no hay cauces de comunicación entre representado y representante,
representante político de un sistema cuya llamada Carta Magna habla del
derecho al trabajo así como a una vivienda digna. Así pues, la
desesperación no sólo es comprensible, sino también inevitable. Ya
no se trata sólo de que lo aprobado por el Gobierno esté lejos de
satisfacer lo que piden los afectados por los desahucios, sino que
además ni siquiera se les escucha, ni se les atiende por la inexistencia
de esos cauces a los que nos venimos refiriendo.
Sabemos
que los gobernantes no disponen de una varita mágica para solucionar la
crisis. Pero eso no impide que se habiliten medidas conducentes a que
la ciudadanía se sepa con derecho a ser escuchada no sólo en las
manifestaciones y en los medios sino también en las instancias
institucionales que, por definición, deben estar a su servicio.
En
definitiva, compartiendo la premisa de que las formas son esenciales en
democracia y que no deben ser vulneradas, es inadmisible que no se
arbitren medidas encaminadas a que la ciudadanía se sienta con derecho a
ser atendida. El no hacerlo supondría un fraude a esa misma democracia
de la que se reclaman y proclaman fieles defensores.
DdA, IX/2349
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