Manuel María Meseguer
Eran
otros tiempos y no por pasados, mejores. Apenas amanecido el domingo de
Resurrección, el estrépito de la loza y la porcelana contra el suelo de
unos recipientes ya inservibles y reservados para la ocasión (botijos
sin asa, orinales agujereados, platos desportillados, lebrillos
destrozados), competía con el batir de las campanas y la subida del
volumen de los aparatos de radio que habían mantenido las voces
afelpadas, secuestradas por el dolor de un Cristo muerto y la aspereza
de las costumbres. La paleta de voces y ruidos quería anunciar de la
manera más festiva y explícita posible el misterio de la Resurrección, y
de un modo quizás inconsciente la destrucción de las cadenas. La España
rural se desperezaba así de la ruda penitencia a la que la sometían la
obediencia y la incultura ancestral y una ristra de capuchinos y
franciscanos esparcidos en pie de misión interior por pueblos, aldeas y
pedanías. Nadie que viviera en la ciudad o en la capital de la provincia
podía ni siquiera imaginar la voracidad con que la Iglesia
nacional─católica de la España de los 50 y los 60 se abatía sobre las
gentes de los pueblos para inmovilizar sus mentes y encapsular sus
deseos con la habilidad de una araña con su presa.
Los
días de Semana Santa previos al domingo de Resurrección se jalonaban
con gélidos rosarios de la aurora, interminables vía crucis y
recurrentes amenazas de caer bajo los mandobles de todos los ángeles
flamígeros del cielo si se persistía en el pecado y la concupiscencia.
Antes de la confesión general del Viernes, los predicadores amenazaban
con los fuegos del infierno a quienes no acudieran a confesar sus
seguramente terribles pecados. Las espeluznantes historias que exponían a
modo de ejemplos y las contundentes admoniciones de la Cuaresma
terminaban dando sus frutos en las interminables colas que trabajadores y
braceros formaban ante los confesionarios de madera.
Los
niños quedábamos aterrados cuando al alzarse del cubículo, aquellos
hombretones de pieles requemadas y manos grandes como mazas debían
arrodillarse ante el altar con los brazos en cruz como parte de la
penitencia impuesta por el párroco y sus ayudantes. ¡Cuántos y de qué
gravedad debían de ser sus pecados para humillarlos en público ante todo
el pueblo! En la cola de las naves laterales, antes del confesionario,
se les veía nerviosos, boina en mano, incómodos, embutidos en el traje
de los domingos, abrochada la camisa hasta el último botón, lo que les
obligaba a agitar los músculos del cuello y buscar una rendija por donde
aflojar el cerco y conseguir algo de aire. Ni se les pasaba por la
imaginación escabullirse de la fila, atrapados como estaban por siglos
de obediencia.
Más
cómodas se veía a las mujeres bajo sus mantillas y sus velos,
murmurando rezos y plegarias, entregadas muchas de ellas al cuidado de
las imágenes y al cultivo de los brotes blancos de trigo con los que
adornar los altares de los Santos Oficios de Jueves y Viernes. Los
entrecejos permanecían fruncidos ante cualquier muestra de alegría.
Cualquier copla que saliera de la garganta era pecaminosa, carente del
respeto debido al Difunto y el agobio resultaba tan profundo que no se
entiende que no surgiera el grito y la rebeldía.
Pero
aquel invisible corsé de vidas y conductas, extraído ahora de la bruma
del recuerdo, sofocaba sin esfuerzo cualquier grito o el amago de una
insurrección. Uno se hace al látigo y a la orden. Eran tiempos de
sumisión aquellos de la España rural de hace medio siglo y no por
pasados y antiguos que nos parezcan, por mucho que se convoque a la
nostalgia, fueran mejores.
DdA, IX/2346
No hay comentarios:
Publicar un comentario