viernes, 5 de abril de 2013

EL NIÑO ENFERMERO DEL HOSPITAL DE ALEPO


Verónica Rocasé

Cuando veía la sangre tiritaba y tenía miedo, pero me fui acostumbrando. Para mí la sangre se volvió como el agua. Estas palabras pertenecen a Mohamed, un niño sirio de doce años, que trabaja hace cuatro meses como enfermero en el hospital de Alepo. El Canal 4 de Gran Bretaña realizó un reportaje sobre los “niños-enfermeros” que ayudan en ese centro asistencial, donde antes de la guerra laboraban cinco mil personas y hoy no son más de treinta. Durante la filmación, Jussef, otro de los niños que auxilian a los heridos, murió a causa de una bomba del ejército sirio.

Observar los ojos sin futuro de un muchacho, conmueve, pero estruja más el corazón, oírle decir que a pesar de ver llegar a gente sin rostro, sin alguna parte del cuerpo o con la cabeza cercenada, ellos se sobreponen y siguen adelante, ayudando. Desde la mañana a la noche, jornada tras jornada, van perdiendo su infancia, su adolescencia. El dolor se les va encarnando hasta hacerlos más fuertes frente al sufrimiento ajeno. De otra forma no podrían soportar el continuar allí. La muerte, hambrienta, sólo en marzo se apropió de seis mil vidas en esa zona de conflicto bélico.

A lo largo de la historia, la humanidad se ha desgarrado –siglo tras siglo– en guerras, revoluciones, dictaduras y atentados. Ha existido una batalla constante de pugnas por el poder, de los buenos contra los malos, de los de izquierda contra los de derecha, de los creyentes contra los infieles, de los de una raza contra otra, y un interminable etcétera cuyas víctimas principales han sido los niños. Sí, los niños que pierden a sus padres, los que son obligados a matar, los que son prostituidos, los que pasan hambre, los que son usados como piezas de recambio o de chantaje, los que dejan su vida bajo las bombas o los escombros de sus escuelas o de sus casas. Los que a golpe de machete, de esquirlas o de balas, pasan a ser adultos, arrastrando en su retina y en sus cuerpos, las señales de la violencia que les toca vivir.

Recuerdo que en los años ‘70, siendo niña, deseaba irme a las Naciones Unidas para pedir que terminaran con el hambre en Etiopía y cesaran las guerras. Me dolían las imágenes de pequeños con vientres abultados y piernas raquíticas. Me daba pena no  poder contribuir a conseguir la paz. En ese entonces, no sabía cómo funcionaban las cosas, creía que era fácil lograr lo que uno quería. Los años me enseñaron lo contrario. Sin embargo, no apagaron mi condolencia con los otros.

Creo en el gen de la empatía y de la solidaridad. Creo que es posible derrotar el egoísmo, sacudirse la maraña de ideas avaras y personalistas. Sé que sentir con las tripas y el pellejo vale la pena para no ser un número más en una estadística. Es por eso que me alegra que los niños y jóvenes levanten la voz, enrostren a los políticos, desenmascaren las veleidades de los adultos y hagan remecer con sus testimonios a los que permanecen dormidos.

 DdA, IX/2350

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