Verónica Rocasé
Cuando veía la
sangre tiritaba y tenía miedo, pero me fui acostumbrando. Para mí la sangre se
volvió como el agua. Estas palabras pertenecen a Mohamed, un niño
sirio de doce años, que trabaja hace cuatro meses como enfermero en el hospital
de Alepo. El Canal 4 de Gran Bretaña realizó un
reportaje sobre los “niños-enfermeros” que ayudan en ese centro asistencial,
donde antes de la guerra laboraban cinco mil personas y hoy no son más de
treinta. Durante la filmación, Jussef, otro de los niños que auxilian a los
heridos, murió a causa de una bomba del ejército sirio.
Observar los ojos sin futuro de un muchacho,
conmueve, pero estruja más el corazón, oírle decir que a pesar de ver llegar a gente
sin rostro, sin alguna parte del cuerpo o con la cabeza cercenada, ellos se
sobreponen y siguen adelante, ayudando. Desde la mañana a la noche, jornada tras
jornada, van perdiendo su infancia, su adolescencia. El dolor se les va
encarnando hasta hacerlos más fuertes frente al sufrimiento ajeno. De otra
forma no podrían soportar el continuar allí. La muerte, hambrienta, sólo en
marzo se apropió de seis mil vidas en esa zona de conflicto bélico.
A lo largo de la historia, la humanidad se ha
desgarrado –siglo tras siglo– en guerras, revoluciones, dictaduras y atentados.
Ha existido una batalla constante de pugnas por el poder, de los buenos contra
los malos, de los de izquierda contra los de derecha, de los creyentes contra
los infieles, de los de una raza contra otra, y un interminable etcétera cuyas
víctimas principales han sido los niños. Sí, los niños que pierden a sus
padres, los que son obligados a matar, los que son prostituidos, los que pasan
hambre, los que son usados como piezas de recambio o de chantaje, los que dejan
su vida bajo las bombas o los escombros de sus escuelas o de sus casas. Los que
a golpe de machete, de esquirlas o de balas, pasan a ser adultos, arrastrando
en su retina y en sus cuerpos, las señales de la violencia que les toca vivir.
Recuerdo que en los años ‘70, siendo niña,
deseaba irme a las Naciones Unidas para pedir que terminaran con el hambre en
Etiopía y cesaran las guerras. Me dolían las imágenes de pequeños con vientres
abultados y piernas raquíticas. Me daba pena no
poder contribuir a conseguir la paz. En ese entonces, no sabía cómo
funcionaban las cosas, creía que era fácil lograr lo que uno quería. Los años
me enseñaron lo contrario. Sin embargo, no apagaron mi condolencia con los
otros.
Creo en el gen de la empatía y de la solidaridad.
Creo que es posible derrotar el egoísmo, sacudirse la maraña de ideas avaras y
personalistas. Sé que sentir con las tripas y el pellejo vale la pena para no
ser un número más en una estadística. Es por eso que me alegra que los niños y
jóvenes levanten la voz, enrostren a los políticos, desenmascaren las
veleidades de los adultos y hagan remecer con sus testimonios a los que
permanecen dormidos.
DdA, IX/2350
No hay comentarios:
Publicar un comentario