Publicado: 21/03/2013
Con
la llamada generación de medio siglo, o de los 50, sucede lo mismo que
con la del 27: se piensa, de entrada, que está formada y conformada sólo
por poetas, aunque en modo alguno es así. Medardo Fraile, que falleció
en la madrugada del 9 de marzo en Glasgow, era uno de los grandes
prosistas de esa generación, entre los destacan literatos de la talla de
Antonio Pereira, nacido en 1923, dos años antes que el escritor
recientemente fallecido. Cierto es que la poesía es un género poco
leído. No lo es menos que los cultivadores del relato se condenan
también a la inmensa minoría de la que hablara en su momento Juan Ramón.
Y
es que, en un país como el nuestro, en el que la novela goza de un
prestigio sobrevalorado, el relato propiamente dicho es un género que se
sabe condenado a la marginalidad cuantitativamente hablando, lo que
supone una enorme injusticia estética que no tiene visos de ser
enmendada. Así
las cosas, la muerte de uno de los grandes autores de un género tan
admirable como minoritario no hace más que avivar la rebeldía de quienes
no nos resignamos a aceptar la injusticia de la que venimos hablando.
Por
otra parte, Medardo Fraile, al pertenecer a una generación que tiene,
entre otras denominaciones, la de «niños de la guerra», es un autor cuyo
universo literario está poblado comúnmente por personajes que, en su
soledad y ausencia de horizontes, atesoran una poética muy particular
que viene determinada por un mundo sin ideales, sin grandes proyectos,
en el que se intenta sobrevivir al margen de toda estridencia y quimera,
donde es frecuente que alcancen protagonismo algunos objetos que
atestiguan las existencias de las que venimos hablando como apéndices
silentes marcados por la tristeza y la mansedumbre. Prestemos atención a
las palabras que siguen pertenecientes al relato que tiene por título
«El Caramelo de Limón»: «Sí, la maleta y yo estamos cansados. La maleta,
la pobre, me ha dado un codazo en la pierna y, sin darnos cuenta, hemos
tomado el camino de casa».
En
efecto, el objeto que es un apéndice de un personaje que habita un
universo marcado por la sordidez y que, al mismo tiempo, habla de sí
mismo convirtiendo sus naderías en ternura y tersura, esto es, en esa
poética de la que da cuenta la anécdota bien contada.
Niños
de la guerra, la generación literaria de un tiempo y un país en el que
las historias más recientes se contaban forzosamente en silencio, en el
que el ritual y la liturgia tenían su no sé qué de apartamiento y miedo,
miedo que no sólo estaba en las historias propiamente dichas, sino
también en el hecho mismo de referirlas a aquellos niños que habían
visto y oído episodios poco aptos para la inocencia. Tiempos culpables y
atemorizados.
Y,
andando el tiempo, ellos les darían vida a historias con protagonistas
solitarios que conocían más de cerca las pesadillas que los sueños, los
fracasos que los logros, la prudencia obligada que la audacia.
No
olvidemos que gentes como Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Sánchez
Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Alfonso Grosso, López Pacheco, García
Hortelano y otros muchos pertenecen a la misma generación de Medardo
Fraile, cuya obra fue toda una orfebrería del relato, ese género
literario tan difícil como meritorio, tan injustamente postrado.
DdA, IX/2340
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