viernes, 22 de marzo de 2013

MEDARDO FRAILE O LA ORFEBRERÍA DEL RELATO

Publicado: 21/03/2013
  "Mis cuentos eran nuevos y mi concepción del género también. Una escritora joven, muy dada a seguir pautas con talento, solía decir a sus amigos: «No son cuentos, son otra cosa». Eran cuentos originales sin resonancias ni escuela, que no bebían en el 98 ni adiestraban a su autor para novelista, cuya intensidad y emoción rebosaba el número de sus páginas y cuya anécdota era muy difícil de contar después". (Medardo Fraile).

Con la llamada generación de medio siglo, o de los 50, sucede lo mismo que con la del 27: se piensa, de entrada, que está formada y conformada sólo por poetas, aunque en modo alguno es así. Medardo Fraile, que falleció en la madrugada del 9 de marzo en Glasgow, era uno de los grandes prosistas de esa generación, entre los destacan literatos de la talla de Antonio Pereira, nacido en 1923, dos años antes que el escritor recientemente fallecido. Cierto es que la poesía es un género poco leído. No lo es menos que los cultivadores del relato se condenan también a la inmensa minoría de la que hablara en su momento Juan Ramón.
Y es que, en un país como el nuestro, en el que la novela goza de un prestigio sobrevalorado, el relato propiamente dicho es un género que se sabe condenado a la marginalidad cuantitativamente hablando, lo que supone una enorme injusticia estética que no tiene visos de ser enmendada. Así las cosas, la muerte de uno de los grandes autores de un género tan admirable como minoritario no hace más que avivar la rebeldía de quienes no nos resignamos a aceptar la injusticia de la que venimos hablando.
Por otra parte, Medardo Fraile, al pertenecer a una generación que tiene, entre otras denominaciones, la de «niños de la guerra», es un autor cuyo universo literario está poblado comúnmente por personajes que, en su soledad y ausencia de horizontes, atesoran una poética muy particular que viene determinada por un mundo sin ideales, sin grandes proyectos, en el que se intenta sobrevivir al margen de toda estridencia y quimera, donde es frecuente que alcancen protagonismo algunos objetos que atestiguan las existencias de las que venimos hablando como apéndices silentes marcados por la tristeza y la mansedumbre. Prestemos atención a las palabras que siguen pertenecientes al relato que tiene por título «El Caramelo de Limón»: «Sí, la maleta y yo estamos cansados. La maleta, la pobre, me ha dado un codazo en la pierna y, sin darnos cuenta, hemos tomado el camino de casa».
En efecto, el objeto que es un apéndice de un personaje que habita un universo marcado por la sordidez y que, al mismo tiempo, habla de sí mismo convirtiendo sus naderías en ternura y tersura, esto es, en esa poética de la que da cuenta la anécdota bien contada.
Niños de la guerra, la generación literaria de un tiempo y un país en el que las historias más recientes se contaban forzosamente en silencio, en el que el ritual y la liturgia tenían su no sé qué de apartamiento y miedo, miedo que no sólo estaba en las historias propiamente dichas, sino también en el hecho mismo de referirlas a aquellos niños que habían visto y oído episodios poco aptos para la inocencia. Tiempos culpables y atemorizados.
Y, andando el tiempo, ellos les darían vida a historias con protagonistas solitarios que conocían más de cerca las pesadillas que los sueños, los fracasos que los logros, la prudencia obligada que la audacia.
No olvidemos que gentes como Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Alfonso Grosso, López Pacheco, García Hortelano y otros muchos pertenecen a la misma generación de Medardo Fraile, cuya obra fue toda una orfebrería del relato, ese género literario tan difícil como meritorio, tan injustamente postrado.
DdA, IX/2340

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