Verónica Rocasé
¿Quién tiene derecho sobre mi
existencia si no es yo misma? ¿Quién puede obligarme a vivir si ya no quiero
hacerlo? ¿Acaso el sufrimiento corporal o mental es un deber?
En el ejercicio de mi profesión,
a menudo me he topado con la frase ya no
puedo más. Sale de la boca de pacientes agotados por el dolor, hartos de
alargar sus padecimientos, cansados de resistir enfermedades incurables que los
conducirán a la muerte, en corto tiempo. También se la he escuchado a ancianos
agobiados por múltiples patologías y que han perdido el gusto a la vida. No
resulta fácil –entonces– dar una palabra de alivio en tales circunstancias;
sólo resta limitarse a escuchar y a empatizar con la aflicción ajena.
En 2002, Holanda fue pionero al
establecer la eutanasia como un derecho para aquellos que lo soliciten y respondan
a los criterios que la ley estipula. Ese mismo año le siguió Bélgica y, en
2008, Luxemburgo. Sin embargo, en el mundo, “el buen morir” continúa siendo un
tema polémico. Por un lado están los que defienden la vida a ultranza, en la
mayoría de los casos por motivos religiosos y, por otra parte, los que abogan
por una muerte digna, en lugar de una agonía intolerable.
Por fortuna, la implementación
de unidades de cuidados paliativos en los hospitales o fuera de ellos, ha sido
una forma de mitigar el tormento físico y síquico de los enfermos. Es el
espacio donde la humanidad se reconcilia con el dolor y ayuda a que los últimos
días de vida no sean un calvario. No obstante, no todos tienen acceso, ya sea
por falta de cupos, por desconocimiento de estos servicios o porque simplemente
desean morir en su entorno familiar.
¿Eutanasia o sedación paliativa?
Hay quienes dicen que la sedación
paliativa es una forma de eutanasia encubierta. No es así. La finalidad es
dormir al enfermo, de manera constante, hasta que la vida se apague. Según el
estado de deterioro de la salud, esto puede llevar horas o incluso días. En
cambio, la eutanasia es una muerte inmediata.
Ver morir a alguien nunca es
agradable, pero más horrible aún es verlos partir con angustia en el rostro,
con miedo en los ojos, luchando por la última bocanada de aire e intentado
aferrarse a algo que nosotros no percibimos.
Acompañar al moribundo y su
familia es un acto de amor inconmensurable. Hace unos días, por orden del
médico, me tocó sedar a un octogenario diabético, hipertenso, con insuficiencia
renal y afectado por una neumonía fulminante. El facultativo sabía que los
pulmones de Gus no resistirían esta última enfermedad y, en este caso, la
sedación paliativa era la mejor manera de ayudarlo. Hacerlo dormir hasta
permitirle a su cuerpo y a su espíritu cruzar con serenidad y sin dolor, el
umbral entre la vida y la muerte. 
DdA, IX/2341 

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