El día 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio,
jesuita, argentino, jefe supremo de los católicos bonaerenses, 76 años, fue
elegido por una cohorte purpurada de ancianos que viven sus últimos días en la Babia celestial Papa, Pontífice, Santo
Padre, Su Santidad y otros epítetos más atribuidos al jefe de la SICAR o Santa
Iglesia Católica Apostólica Romana.
No hay medio de comunicación hispano que no dedique buena
parte de su programación a este evento. En algunos asoma tímidamente la
sospecha, algo más que fundada, de la connivencia de Bergoglio con la
sangrienta y criminal dictadura argentina, su participación o su silencio en
secuestros y robos de niños o su concurso en el asesinato de dos compañeros
jesuitas no adictos al régimen militar argentino. Ahora, Bergoglio, vestido de
blanco y calzado con mocasines rojos (desconozco otros detalles de lencería más
o menos fina), ya es tan irresponsable como el Rey de España y está defendido a
ultranza por la posible histeria colectiva de millones de fieles, que creen que
su Espíritu Santo siempre elige al mejor (argumento irrebatible por carecer
previamente de cualquier justificación y fundamento).
Llevo ya días con una sola frase, evangélica (copiada del
pensamiento gnóstico), que viene a mi mente cada vez que aparece la Basílica
que costó la escisión del cristianismo en medio mundo occidental y unos
ancianos cardenales congregados para elegir al Pastor supremo (insulto siempre
implícito en el concepto de pastor: trata al pueblo como rebaño). La frase es
“dejad que los muertos entierren a sus muertos”.
Esa multinacional vaticana, repleta de dinero, garante sin
fin del blanqueo de dinero, nido de hipócritas y buscavidas, escondrijo de
homosexuales que condenan a homosexuales y no se atreven a salir de su
confortable armario, pederastas como vía de escape de la represión de su libido
elemental que descargan sobre niños y niñas inocentes. Sus palabras nacen
muertas, pues ellos mismos están muertos. Dicen celebrar festividades y
eventos, pero solo asisten al propio entierro, al entierro de ideas, valores y
mensajes en otro tiempo vitalizadores, que ofrecían igualdad y libertad, pero
que ahora están sepultados por los enterradores. Dejad que los muertos
entierren a sus muertos.
Entretanto, los muertos niegan la igualdad más elemental a
las mujeres, carentes de derechos en nombre de tradiciones reveladoras de la
fobia sexual de los eunucos por el reino de los cielos. Las mujeres pueden ser
fieles sirvientas, pero no sacerdotisas, obispas o papisas. Los jerarcas
ancianos católicos determinaron desde sus inicios que la mujer es impura: si,
por ejemplo, no puede asistir a la iglesia ni comulgar si tiene el periodo o ha
tenido la noche anterior relaciones sexuales, cuanto más no podrá tocar o
repartir hostias. Bergoglio y sus votantes están tan contentos con la
situación, como lo están también machacando la teología de la liberación de
algunas de sus ovejas negras, bendiciendo al FMI, al BM y al poder económico y
financiero mundial, sobre los que no sale una sola crítica de sus bocas. Su fundador
echó a los mercaderes del templo y acabó en una cruz por oponerse a un régimen
social y político injusto para con su pueblo. Hoy Bergoglio y sus ancianos son
ellos mismos los mercaderes.
Con un pellizco de los carabinieri, guardias suizos,
marinos y soldados en general que tocaban sus instrumentos y fanfarrias en la
plaza de San Pedro minutos antes de que Bergoglio saliese a decir “Buona sera”
decenas de miles de niños dispondrían de una vacuna que les asegurase la vida
contra enfermedades graves y elementales. Con alquilar unos pisos para residir
en Roma o en sus ciudades respectivas Bergoglio y sus ancianos, con donar a la
humanidad la ciudad entera del Vaticano, con ser personas normales, no
haciéndose pobres (hay que erradicar la pobreza de la Tierra), sino personas
que disfrutan de una jubilación merecida después de haber trabajado y cotizado
durante treinta años, con o sin mujeres e hijos, allá ellos. Con ello y poco
más, la pobreza y la carencia de servicios elementales en el mundo estarían erradicadas
del planeta.
Mientras los muertos entierran a sus muertos, siguen
muriendo niños de hambre a cada segundo y los señores del dinero y de la guerra
mandan, vía Internet, donaciones a la SICAR. Así, los muertos van enterrando a
sus muertos y a los muertos inocentes en un mundo de mierda, apaciguado por las
homilías de Bergoglio y sus adláteres. Malditos sean.
DdA, IX/2333
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