María Torres
Desde el inicio
de la Guerra la provincia de Cuenca, aunque no tuvo un papel relevante
en la misma, se posicionó fiel al gobierno legítimo de la República
hasta el 29 de marzo de1939, fecha en que los franquistas ocuparon la
capital.
Fueron muchos los conquenses que combatieron y muchos los encarcelados,
torturados, fusilados. Fueron muchos los que apoyados en los fríos muros
de una celda esperaron la resolución de un consejo de guerra que les
condenaba a la muerte, extendiendo así el poder franquista, de forma
rápida, su imperio de ajuste de cuentas porque el 1 de abril de 1939 no
finalizó la guerra, no comenzó la paz, sino la victoria de los
vencedores. Y esta victoria se celebró durante interminables años en los
que se ejecutó de forma sistemática una represión institucionalizada y
premeditada, cuyo principal instrumento para el ejercicio de la misma
era la justicia militar, que actuaba sin ningún tipo de garantía
procesal.
En cada población la iglesia, el alcalde, la guardia civil y el juez
fueron mucho más que simples gestores y se convirtieron en los poderes
fundamentales con los que el Nuevo Estado cimentó su tenebrosa
influencia, colaborando activamente en las labores represivas del
régimen con sus informes y denuncias. Eran estos poderes instrumentos
que controlaban la moral y el pensamiento y fueron los primeros en tejer
la represión de los vencidos, canalizando las denuncias de vecinos
contra vecinos, convirtiéndose a la vez en delatores y verdugos de los
vencidos. Para muchos la delación fue "el primer acto político de
compromiso con la dictadura".
Tanto es así que los avales que los prisioneros podían presentar debían
ser los de los comandantes militares o comandantes de puesto de la
Guardia Civil, párrocos, alcaldes, cabecillas de entidades patrióticas
de solvencia. Esto era la “Operación Aval” denominada por los reclusos
“avalado sea Dios”.
La cárcel fue el eje de la represión franquista con un objetivo muy
definido: La degradación y transformación del preso en un ser sumiso
reducido a la nada que no sólo sufría la falta de libertad, sino la
humillación y la miseria en todas sus facetas.
En 1939, cuando se inició la larga noche del franquismo que convirtió al
país en una inmensa prisión, estaban encarcelados cerca de cien mil
hombres y mujeres, cifra que se duplicó al año siguiente y en 1941
ascendió a 233.373 reos. La capacidad carcelaria española en ese año
era de 20.000 plazas.
Presos y presas que malvivían con una asignación diaria para
alimentación por persona de 1,15 pesetas que nunca se utilizaba en su
totalidad, sometidos al hambre, la enfermedad, la humillación, la falta
de higiene, la suciedad, y la presión de los sacerdotes.
Presos y presas que solo eran importantes para sus familias, que a pesar
de la ausencia de transporte, de dinero y de alimentos, a pesar de la
carencia general de la posguerra, organizaban su desplazamiento a la
prisión para intentar hacerles llegar algo de alimento y una muda
limpia.
El hacinamiento de presos que morían de hambre y enfermedades, la
saturación del Auxilio Social y el abandono de los campos por falta de
mano de obra, -una parte importante de la población activa estaba
muerta o en la cárcel- generó un problema de gran magnitud que el Nuevo
Estado intento remediar con la publicación de sucesivos indultos para
los condenados por causas de guerra entre los años 1940 y 1945.
Uno de esos presos era el abuelo.
Cumplía el perfil del procesado en la provincia de Cuenca al finalizar
la Guerra: Hombre de treinta y cinco años, trabajador y residente en el
medio rural. Entonces más del cincuenta por ciento de la población se
dedicaba a la agricultura e intentaban subsistir de lo poco que daba la
tierra herida también por la contienda.
El abuelo se dedicaba a cultivar sus campos con el sudor de su frente,
de sol a sol. Había que alimentar a cuatro hijos entonces. Antes de la
llegada de la República era agricultor, con la llegada de ésta siguió
siéndolo al igual que durante la Guerra. No combatió en ésta.
Ingresó el 10 de septiembre de 1939 en el Castillo de Cuenca, que
entonces era la Prisión Provincial y antiguo Tribunal de la Inquisición
de Cuenca y Sigüenza que poco había cambiado desde que se construyó en
el siglo XVI. Un torreón de seis plantas repleto de celdas frías y
espartanas, ventanas ausentes de cristales por cuyos huecos disparaban
los centinelas, techos a punto del desplome y suelos desgastados donde
se hacinaban los presos para dormir, de lado, junto a los compañeros, ya
que solo disponían de una baldosa y media para cada uno y su petate.
En el sótano, donde se ubicaban las celdas de castigo, las condiciones
eran aún más duras. Ir a parar a una de ellas podía significar que en el
camino de vuelta te incluyeran en una “saca” o terminar en el garrote
vil.
La Prisión Provincial de Cuenca era un espacio repleto de sombras, un
almacén humano donde se ejercía todo tipo de represión contra los reos.
Un lugar pintado de luto, sufrimiento, hambre y enfermedad, intoxicado
de la estructura mental del dictador, para el cual el orden era su
orden, el derecho su derecho y la vida no tenía valor.
El abuelo estuvo allí.
PUNTOS DE PÁGINA
Venezuela, el primer país rebelde contra el neoliberalismo
DdA, IX/2.319
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