Ana Cuevas
Hoy la vida me gusta un poco menos. Hoy todo amanece más sombrío sin tu
adorable risa de plata y cascabeles. Ahora que has cortado las amarras,
nuestro corazón se ha quedado seco. Arrugado por tu ausencia prematura,
sobrecogedoramente triste.
El día que llegaste a este planeta quisieron etiquetarte con un síndrome. Delimitar y medir tu inteligencia. Como si fuera posible calcular el talento de los ángeles. Tus padres lo supieron enseguida. Al observar esos ojitos vivarachos que se clavaban como agujas en el alma, que no esquivaban nunca la mirada. Y más tarde, cuando aprendiste a hablar con esa pequeña lengua de abubilla que no entendía de cinismos ni mentiras. Tus padres lo sabían, aún lo saben, que la criatura que habían engendrado no podía evaluarse por los rígidos parámetros con los que la ciencia establece qué seres son o no normales.
¿Recuerdas Paulita? Ese último concierto al que acudiste para ver a tu grupo favorito "Bandera Blanca". Tú te sabías todas las canciones. Una tormenta, un diluvio, un volcán... solo cenizas de mi quedarán. La música era parte de tu vida, el resto era puro amor, pura energía que derrochabas generosamente con los que tuvimos el privilegio de tratarte. Estos últimos días, antes de que tu menudo cuerpo se rindiera, llenaste la habitación del hospital con cientos de dibujos. Una explosión multicolor de alegría que adornaba las austeras paredes de ese cuarto. Igual que hiciste durante toda tu existencia: inundar de luz los umbríos resquicios que a todos los demás nos desorientan.
Después de
tí, el mundo es aún más sórdido, hipócrita e inhóspito. Un baile de
máscaras que seguiremos danzando con las piernas rotas, hasta que
también nos llegue nuestra hora. Aquí nos dejas, con nuestros
sentimientos amaestrados por las mentiras y trampas que trama el
intelecto. Amacerando el dolor insoportable de tu perdida. Por fin eres
libre pequeñita. En realidad, siempre fuiste más libre que cualquiera.
Mis lágrimas no son por tí, querida Paula. Son porque, tras tu marcha, el cielo se ha cerrado de repente y un afilado rayo nos desgarra.
Que la tierra te sea leve, amada Paula.
DdA, IX/2.289
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