Sin acudir al empleo de analgésicos o eufemismos, puede decirse que el balance del 2012 en materia económica, política y social no ha sido positivo ni placentero. En los últimos doce meses, cerca de 500.000 personas han pasado a estar en situación de desempleo, situándose la cifra de parados en los cinco millones; Unicef estima que la tasa de pobreza infantil en octubre se situó en el 27,2%, es decir, 2.267.000 niños, un punto más que seis meses antes; el número de desahucios superó a los ejecutados el año anterior; las rentas del trabajo y las pensiones perdieron poder adquisitivo; la deuda pública se incrementó en más de 80.000 millones de euros; la credibilidad y confianza de la ciudadanía en los partidos y representantes políticos sufrió una merma progresiva y preocupante; la tensión territorial aumentó de manera destacada; buena parte de los servicios públicos experimentaron recortes y/o modificaciones notables; miles de jóvenes partieron hacia otras naciones en busca de alternativas; las necesidades básicas de un porcentaje considerable de la población fueron cubiertas a través de la solidaridad y coloración de la sociedad civil (¿qué sucedería si no fuera así?); y el malestar social fue tomando envergadura y temperatura paulatinamente hasta alcanzar cotas que, particularmente, no conocía. Y, como estímulo e incentivo para ir creando un ambiente de alegría e ilusión, ya se anuncia que el 2013 seguirá comportándose como un ogro con el bienestar general.
La gente entiende, asume y arrima
el hombro en los momentos de dificultad, sin embargo, al percibir que el
esfuerzo recae con rigor y contundencia en los sectores más débiles de la
sociedad, dando muestras de delicadeza ante la codicia, la especulación y el
antipatriotismo fiscal, las decisiones gubernamentales molestan y distancian
a los ciudadanos de sus representantes.
DdA, IX/2.265
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