Lidia Falcón
Entre todos los balances publicados este final de año destaca, por su
modestia que apenas ha ocupado una columna en los periódicos y un
minuto en la televisión, el de las mujeres asesinadas a manos de sus
parejas. La cifra oficial que es de 45 muertas, ha sido desmentida por
las asociaciones feministas que calculan 58. La propia Administración de
Justicia reconoce que cuatro más se hallan en “investigación” para
determinar si se trata realmente de violencia de género, porque según la
extravagante cualificación legal de nuestra ley solamente se puede
considerar como tal la que se produce por un maltratador que tenga
relación afectiva con la víctima. De tal modo, quedan excluidas de esa
protección las madres de los asesinos –una de las víctimas de este año
lo fue de su hijo-, las hermanas, las hijas, las sobrinas- otra lo era
de su asesino-, las acosadas sexualmente por su maltratador sin relación
afectiva –otro verdugo mató a la novia de un amigo-, y por supuesto las
prostitutas.
Pues bien, esa cifra de víctimas de este año pasado es considerada
como un éxito por los medios de comunicación, ya que aseguran que es la
más baja desde que se tienen en cuenta estos cálculos. Añaden que la
mayoría de las mujeres no habían denunciado anteriormente agresiones
como explicación suficiente para justificar los asesinatos. Sólo una
apostilla, casi imperceptible, añadía que ocho de ellas sí la habían
presentado y que cuatro tenían orden de alejamiento de su asesino.
Ningún comentario más.
Asumida ya la violencia contra las mujeres como un fenómeno
inevitable, tal como la gota fría cada otoño, ni los responsables
gubernamentales de garantizar la seguridad de los ciudadanos –sigo
suponiendo que consideran a las mujeres ciudadanas del Estado- ni la
judicatura, tan sublevada hoy contra medidas que les parecen injustas,
ni mucho menos la fiscalía o la policía, han hecho declaración alguna
respecto a esta masacre. Y quizá mejor, porque cuando lo hacen es para
culpar a las propias víctimas de su desgracia al remarcar que la mayoría
de ellas no denuncian los malos tratos.
Pero acerca de esa cifra espantosa de cuarenta y cinco asesinadas
–cifras oficiales- ninguna explicación oficial, ninguna promesa de
nuevas medidas protectoras, ningún propósito del gobierno de modificar
la flamante y fracasada Ley de Violencia de Género.
Si estuviésemos hablando de víctimas del terrorismo la nación estaría
escandalizada, el Ejército en pie de guerra, la policía reforzada
tomaría medidas excepcionales, cientos de amenazados llevarían guardia
de protección, la oposición exigiría explicaciones al gobierno en el
Parlamento y la prensa se despacharía cada día con titulares
terroríficos.
¿Y qué nos dicen de esas ocho pobres mujeres que confiaron en la
acción estatal, cuatro de las cuales consiguieron que los jueces
consideraran necesario dictar orden de alejamiento, y concluyeron como
las demás bajo el cuchillo de sus asesinos? ¿Alguien será responsable de
su muerte? ¿Se abrirán diligencias para averiguar qué equivocaciones
permitieron tal final? ¿Serán declarados culpables de negligencias los
funcionarios de policía, jueces o fiscales que permitieron el flagrante
incumplimiento del mandato judicial, con resultado de muerte? ¿Se
indemnizará a sus familiares, entre los que se encuentran muchos niños
pequeños?
Todos sabemos que no, que en España nadie más que el asesino responde
por la muerte de una mujer. Ni la familia que la abandonó o incluso la
reprimió cuando deseaba buscar la libertad ni los vecinos que asistieron
impávidos a la tortura continuada y pública ni los jueces que no
atendieron las denuncias, que las archivaron, que consideraron falsas
las declaraciones de las víctimas, ni los fiscales que se abstuvieron de
su deber de perseguir a los delincuentes ni los policías que no se
preocuparon de las que tenían una orden de protección. No existe ni la
responsabilidad social ni la responsabilidad del Estado.
Cuando las autoridades de todo tipo, incluyendo sus voceros los
medios de comunicación, ponen de relieve que una asesinada no había
presentado denuncia previa por maltrato, nunca se plantean por qué se ha
comportado de tal modo existiendo como existe en nuestro país una Ley
Orgánica de Protección Integral de las Víctimas de Violencia de Género
–nombre más pomposo no le hay ciertamente-, una red de Juzgados
especializados en violencia de género, policías dedicados en exclusiva a
este tema y un número de teléfono 016, único para estos casos que no
deja rastro en la factura telefónica. ¿Cómo es posible que con tantos
medios de protección, gratuitos, a su alcance, una mujer se resigne a
ser víctima de su torturador sin acudir a sus salvadores? Pero mejor que
las autoridades no mencionen tal hecho porque cuando lo hacen
nuevamente las responsabilizan de su desgracia con explicaciones
psicologistas sobre la dependencia afectiva que padecen. Solo queda que
recurran al masoquismo freudiano clásico.
Nadie menciona la dependencia económica del hombre que las maltrata,
a veces con menores a su cargo, ni la de la familia que poco o nada
suele ayudar. Y desde luego no se investigará qué trato ha recibido esa
mujer cuando ha acudido a una comisaría de policía a denunciar, de qué
forma se ha escrito el atestado, qué atención se ha prestado a sus
declaraciones en el juzgado, qué investigaciones no se han realizado
evitando interrogar a familiares, vecinos y amigos, y por qué se han
archivado las diligencias sin más trámite cuando la víctima se ha
expresado torpemente o se ha arrepentido ante las amenazas de su
verdugo.
Todas, todas las mujeres maltratadas que aún no han denunciado saben
que ese puede ser destino. Dado que sigue recayendo sobre la víctima la
carga de la prueba, ella deberá buscar los testigos que no existen, ya
que las agresiones machistas se producen en el aislamiento del
domicilio, o los documentos imposibles o los peritajes que debería pagar
de su bolsillo, para demostrar la culpabilidad de su enemigo. Y después
de gestiones interminables, enfrentándose al desprecio y a la
desconfianza de los responsables de su protección, tras superar
innumerables interrogatorios capciosos, realizados por fiscales,
abogados y forenses que demuestran con su tono y actitud que las
consideran falsas y mentirosas, tras meses y meses de esperas, pueden
recibir una sentencia inocua para el culpable que suele salir indemne de
la acusación, o en el peor de los casos una cuchillada en el abdomen,
como las ocho asesinadas que habían interpuesto denuncias. ¿Y todavía
se pretende que se utilice habitualmente la Administración de Justicia
frente a la violencia machista?
2012 contabiliza 58 mujeres asesinadas sin consecuencia alguna para
los responsables de su protección. El 3 de enero es asesinada la primera
mujer de este año, acuchillada en plena calle, solo queda esperar la
cifra total de víctimas de 2013.
PUNTOS DE PÁGINA
DdA, IX/2.267
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