Antonio Aramayona
En efecto, por mucho que se metan con ella, Mariló Montero tiene razón
cuando afirmó una mañana en TVE que “no está científicamente demostrado que el
alma no se transmita en un transplante de órganos”, al igual que no está
científicamente demostrado que la virgen de Fátima no se apareció a unos
pastorcillos lusos o que los niños guatemaltecos no son más inteligentes que
los niños de la galaxia de Andrómeda, conocida también como NGC 224. Lo que
Mariló ignora (no solo desconoce, sino que ignora) que la carga de la prueba no
corresponde a la ciencia, sino a quien afirma tamaña boutade.
Ciertamente, la concepción aristotélica de los seres vivos supone que a
cada materia configurada de un determinado modo (dromedario, palmera, geranio,
ameba, José García de Capadocia, etc.) le corresponde un determinado principio
vital (psiché, traducido como “anima” al latín). Por consiguiente, un riñón o
un pulmón aislados y dispuestos para su transplante en otro ser vivo
dispondrían, según Aristóteles, de su correspondiente psiché o principio vital.
El mismo Tomás de Aquino, doctor por antonomasia de la iglesia católica,
dieciséis siglos después, aprovecha la embriología aristotélica, sustentada en
su teoría de alma-psiché, para afirmar que un embrión humano solo es humano a
los cuatro o cinco meses de vida, siendo anteriormente un simple vegetal, para desarrollarse después
como animal. La cúpula jerárquica católica ha silenciado esta teoría del eximio
santo teólogo dominico, pues de lo contrario quedaría abierta de par en par la
puerta al aborto hasta los cuatro o cinco meses, sin cometer otro pecado que no
fuera equiparable a arrancar una lechuga de la huerta o sacrificar y guisar un
pollo de corral.
No hay que descartar que Mariló quizá se haya basado en las teorías
frenológicas del criminólogo italiano Ezechia Marco Lombroso que afirmó que un
criminal está abocado necesariamente a cometer crímenes, entre otros factores,
por una serie de rasgos físicos y biológicos (asimetrías craneales,
determinadas formas de mandíbula, orejas, arcos superciliares…). Incluso otros pseudocientíficos llegaron a
afirmar que la mayor o menor disposición de la mujer a la infidelidad es debida
a determinadas medidas concretas de su endometrio. Imaginemos, por ejemplo, a
un hombre que ha matado a otro decirle al juez que su crimen ha sido inevitable
porque el riñón que tiene transplantado era de un asesino; o una mujer que
intenta hacerle comprender a su marido al entrar en el tálamo conyugal y
descubrir a otro hombre en su cama que es inocente porque la mujer a la que
pertenecía el corazón transplantado padecía de furor uterino.
Quizá Mariló estaba pensando en la creencia sagrada de que el alma humana
es inmortal y que, tras la muerte, va al cielo o al infierno. Pero en tal
caso habríamos imperdonablemente
olvidado que en la entraña misma de esa creencia hay que determinar el paradero
concreto de las ánimas del purgatorio. ¿Y si finalmente el purgatorio
consistiese en ir de órgano transplantado en
órgano transplantado hasta conseguir la purificación final al habitar en el cuerpo de una persona santa
y cabal?
En resumidas cuentas, gracias a Mariló Montero la investigación
científica ha quedado abierta a nuevos interrogantes de indudable interés para
toda la humanidad. Gracias, Mariló.
DdA, IX/2.215
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