Alejandro Prieto
Desde el accesible observatorio de lo cotidiano, pueden contemplarse comportamientos que dejan mucho que desear, actitudes que ponen de manifiesto un desenfrenado impulso de egoísmo, una escasa educación y un lamentable desprecio o indiferencia hacia los derechos e intereses ajenos.
Hay quienes al escuchar la frase "pasen en orden por la de al lado", rompen filas precipitadamente echando a correr para colocarse los primeros en la caja del supermercado abierta bajo el propósito de aliviar las colas formadas en momentos puntuales; quienes en las fiestas de fin de curso, se afanan y abalanzan sobre las bandejas con comida desplazando a un segundo lugar a los niños; quienes estando el restaurante hasta los topes (circunstancia cada vez más extraordinaria), con gente de pie esperando por una mesa, permanecen media hora sentados en un estado de absoluta tranquilidad tras finalizar el postre y el café; o quienes arrogándose el derecho de aquí estoy yo, obstaculizan la calzada estacionando en doble fila, mientras con sosiego apoyan el codo en la barra del bar.
Tal como rezaba la publicidad institucional dirigida a crear conciencia pública en torno al ahorro de agua o al cuidado del medio ambiente, en la convivencia, los pequeños gestos también importan. Y bastante más de lo que algunos son capaces de ver o intuir.
Siendo un adolescente, de lo cual hace ya una cantidad respetable de años, escuché algo que aún recuerdo como si hubiera sido ayer, pues ha sido una más de las brújulas que te vas encontrando en la vida y que, en cierto modo, marcan la orientación a seguir: en medio de la acera de una transitada calle de Nueva York, un joven portaba un cartel colgado del cuello en el que podía leerse la palabra PAZ, motivo que sirve de excusa a un señor para acercarse y preguntarle si piensa que con ello llegará a cambiar el mundo, a lo que el chaval responde con un no, pero que así se aseguraba de que el mundo no le cambiaría a él.
ÉRASE UNA VEZ UNA FAMILIA CON TRES HIJOS
Érase una vez una familia con tres hijos. El mayor tenía 18 años, el mediano, 15, y el pequeño, 12. El padre se quedó en el paro y cobraba una ayuda de 400 euros. La madre trabajaba limpiando casas, pero ahora no trae ningún ingreso porque la ley obliga a dar de alta a estos trabajadores y no encontró a nadie que quisiera hacerlo. Manuel, el hijo mayor, quería ir a la universidad pero esos 400 euros mensuales no permitieron pagar la matrícula ni dividiéndola en cuotas. Los pequeños estaban en el instituto. Compartían el libro de texto con el compañero de pupitre porque se han suprimido las ayudas para libros. El material escolar ha subido a un 21% y tendrán que aprovechar los cuadernos, y todo lo que sirva, del curso anterior. Este año no podrán asistir a actividades extraescolares ni al comedor escolar, se acabó el fútbol y la piscina municipal a la que debían asistir para solucionar sus problemas de espalda. Como también tienen que comer, se han ido a vivir a casa de los abuelos paternos que tienen una pensión de 500 euros. Son siete personas en un piso pequeño. Están en periodo de adaptación. No mueven el coche porque en septiembre tenían que pagar el seguro y no pueden hacerlo; por supuesto, tampoco pueden llenar el depósito de la gasolina. No cambiarán la ropa: los niños, que tienen la mala costumbre de crecer, llevarán prendas de sus primos y vecinos. Empieza como un cuento pero no lo es, es la dura realidad de muchas familias españolas que sufren las consecuencias de esta crisis que ellos no han provocado. ¿De verdad vamos por buen camino?— @Rosa Santa Daría Hernández
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