Adolfo Muñoz
La prueba más rotunda de que nuestras
sociedades no son democráticas es que en los parlamentos la proporción
entre fuertes y débiles está invertida, de tal manera que el noventa y
ocho por ciento de los diputados representa a un dos por ciento de
fuertes y un dos por ciento de diputados representa a un noventa y ocho
por ciento de ciudadanos débiles. Esto es así porque, evidentemente,
las elecciones miden la capacidad propagandística de las distintas
fuerzas, no los intereses de los electores. Son elecciones basadas en el
convencimiento, y por tanto en el engaño que el más fuerte ejerce sobre
el más débil.
Más de uno se ha preguntado por qué, si la
crisis actual es obviamente una crisis del capitalismo o libre mercado,
una crisis originada por la desregulación de los mercados financieros
que se llevó a cabo bajo el triunvirato Reagan-Thatcher-Juan Pablo II,
por qué, decía, parece haberse cebado en muchos gobiernos “de
izquierda”. La razón es doble: que nuestros gobiernos de izquierda no
son tal; y que en la política actual tu aceptación no depende de lo que
hagas, sino de lo que cuentes.
Vamos a lo primero: los gobiernos de
izquierda no son tal. Evidentemente, una cosa son los militantes y otra
los gobernantes. Sí, los gobernantes salen de entre los militantes, pero
atravesando un fino filtro que solo permite pasar a aquellos que no
opondrán resistencia al verdadero poder. Podemos suponer que el filtro
falla a veces, y que entonces alguien verdaderamente comprometido con la
justicia social puede llegar al gobierno. En tal caso, cuando lo haga
se dará cuenta de que tiene poder solo en la medida en que renuncie a
elegir qué es lo que quiere hacer. No habrá para ese mandatario
verdadero poder: solo un cargo que ocupar.
Y vamos a lo segundo: tras el lema de la
libertad, la derecha esgrime el lema del conservadurismo. Son muchos los
seducidos por la peregrina idea de que la derecha es conservadora. Esta
es otra mentira colada a partir de la incansable repetición. Da igual
que, día tras día, sean las personas de izquierda las que tratan de
dejar las cosas lo más parecidas a como están, las que tratan de
conservar derechos sociales, las que abogan por preservar la naturaleza y
por mantener los conjuntos históricos de las ciudades, por proteger tal
o cual especie y por conservar lo poco que llegamos un día a alcanzar
de los ideales básicos del mundo moderno: la libertad, la igualdad y la
fraternidad.
El brazo político de la Iglesia Católica,
que ganó las elecciones en España en noviembre de 2011, lo hizo merced a
la capitulación de la izquierda y en nombre del conservadurismo. Poco
importó su amplísimo historial delictivo: si uno domina los medios de
comunicación y carece de todo escrúpulo, la victoria es suya.
Merced a la industria del convencimiento,
en España los fuertes pasaron a ser un poco más fuertes, y los débiles,
muchísimo más débiles.
Sembrar el miedo para evitar el ejercicio de derechos fundamentales
es una táctica propia de los regímenes totalitarios. Difícilmente puede
hablarse de democracia cuando un importante sector de la ciudadanía
asume que, con independencia de motivaciones políticas de una u otra
índole, el precio de encontrarse en el sitio equivocado (por ejemplo:
una estación de trenes) en el momento equivocado puede ser una
detención.
Nada es baladí. No fue imprevista la entrada irracional de la policía en las instalaciones de Atocha —a más de un kilómetro del Congreso— y tampoco ha sido fruto del azar el rumor de que los detenidos podrían ser puestos a disposición de la Audiencia Nacional. Todo parece ser el resultado de una estrategia deliberada con la que, a los efectos de evitar próximas protestas ante los recortes presentes y futuros, se busca instalar un clima colectivo de incertidumbre y temor que devenga en silencio y, tácitamente, en legitimidad del estado de las cosas.
Desde la responsabilidad y el compromiso, los ciudadanos debemos ejercer libremente nuestros derechos. No aceptemos el mensaje de los que alaban a supuestas “mayorías silenciosas que no se manifiestan”. Ni los derechos nacieron del miedo, ni se defienden en el silencio.— Álvaro Perea.
SOBRE LA INDIGNACIÓN Y LA PROVOCACIÓN
Nada es baladí. No fue imprevista la entrada irracional de la policía en las instalaciones de Atocha —a más de un kilómetro del Congreso— y tampoco ha sido fruto del azar el rumor de que los detenidos podrían ser puestos a disposición de la Audiencia Nacional. Todo parece ser el resultado de una estrategia deliberada con la que, a los efectos de evitar próximas protestas ante los recortes presentes y futuros, se busca instalar un clima colectivo de incertidumbre y temor que devenga en silencio y, tácitamente, en legitimidad del estado de las cosas.
Desde la responsabilidad y el compromiso, los ciudadanos debemos ejercer libremente nuestros derechos. No aceptemos el mensaje de los que alaban a supuestas “mayorías silenciosas que no se manifiestan”. Ni los derechos nacieron del miedo, ni se defienden en el silencio.— Álvaro Perea.
DdA, IX/2189
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