sábado, 11 de agosto de 2012

HENRY FORD O EL EMPRESARIO BENEFACTOR*



Adolfo Muñoz


En lo referente a la relación que mantuvo con sus trabajadores, Henry Ford no fue tan extraordinario, dentro de su época, como podría pensarse. Les pagaba el doble que otros empresarios del ramo, pero les exigía también por encima de lo que exigían otros. Por el bien de los propios trabajadores. Como descendiente de los déspotas ilustrados, Ford no toleraba que sus obreros bebieran alcohol ni que llevaran una vida moralmente reprochable (ya sabemos qué se entendía por tal). Para asegurarse de que sus trabajadores no caían en el pecado, disponía incluso de una pequeña red de espionaje.

No piense el lector que pretendo ensalzar a Henry Ford, ni tampoco lo opuesto. Lo que pretendo es hacer ver que muchos empresarios de la época mantenían frente a sus empleados una actitud paternalista y benefactora. Por supuesto, intentaban imponerles lo que ellos consideraban correcto, y su visión de lo correcto no estaba exenta de puntos de contacto con sus propios intereses materiales: entre las cosas que los trabajadores de Ford tenían terminantemente prohibidas, estaba la sindicación.

Los empresarios benefactores, filántropos, fueron legión en la Europa del siglo XIX y primera parte del XX. Creían en el progreso, tenían una cultura elevada (si bien solían relegar en sus esposas el interés por la literatura y las bellas artes), y no consideraban el enriquecimiento como el objetivo único y suficiente del triunfador.

Si cuento esto es para observar el contraste con el empresario actual. Obligado a reducir costes a toda costa, el empresario está obligado a comportarse con sus trabajadores igual que con cualquier elemento inanimado de la empresa, como por ejemplo las máquinas o los suministros de materias primas. Para poder sacar de ellos el máximo rendimiento al menor coste, el empresario necesita poder sustituir lo más fácilmente posible a sus trabajadores, y para ello tiene que extirpar cualquier tipo de sentimiento humano que rebase el intercambio económico.

El empresario se desentiende de la vida privada del trabajador, de sus problemas y necesidades, y de sus hábitos o sus creencias, que acepta no con condescendencia sino con ignorancia. Siempre y cuando no impliquen la lucha de clases, es decir, siempre y cuando el trabajador no pretenda hacer valer sus derechos laborales en contra de los intereses del empresario. Podemos pensar que con ese desinterés hemos salido ganando unos y otros: no lo niego, pero tampoco lo suscribo.

En cualquier caso, el desinterés del empresario no es un desinterés voluntario. El empresario está forzado a mantener con su trabajador una relación aséptica, como el ganadero con su res. El trabajador y la res son un número. Al contrario que el animal de compañía, la res no recibe nombre, pues darle nombre supondría humanizarla, cuando lo que precisa su dueño es lo contrario: cosificarla para hacer más aceptable tanto la optimización de gastos y rendimientos como el ulterior sacrificio.

*Noveno artículo de la serie El Instante: reflexiones sobre la crisis

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