martes, 1 de mayo de 2012

SANT JORDI Y EL DRAGÓN



Camilo José Cela Conde


Cuando la familia de uno vive de la literatura, el día del libro tiene un sentido un poco extraño, como si hubiese que celebrar, pongo por ejemplo, el día de hacer las camas o el día de prepararse el desayuno. A pesar de que mi familia era una de ésas, todos los días de Sant Jordi regalo el libro reglamentario y la rosa de rigor, que una cosa es haber crecido en una casa de locos y otra tener que cargar durante toda la vida con el manicomio a cuestas.

Pero si el 23 de abril me resulta siempre algo forzado, el de este año del señor, 2012, ha abundado en rarezas. Ya de entrada, cada vez cuesta más saber si eso del libro sigue siendo un icono compartido o, con tanta tableta, tanta electrónica y tanta novela virtual, hemos perdido ya los papeles. Como a casi cualquiera de mi generación, leer en una pantalla cargada de pixeles —que, como su nombre indica, son las células de Satanás— resulta, amén de falso e incómodo, inviable. Necesitamos pasar las páginas de verdad, tener el libro de papel y pastas en las manos. A quien peina mis canas le gusta que, al irse quedando dormido, se le caiga la novela sobre la cama sin riesgo de incendiar el dormitorio. Pero a lo que iba; este año Sant Jordi parecía más un asunto político que literario y, con la que está cayendo en la política, el resultado no podía ser otra cosa que un tanto deprimente. Mal andamos si, en un país en el que la inmensa mayoría de los libros son traducciones —en particular, del inglés—, seguimos mareando la perdiz de la guerra de lenguas como si éstas, las lenguas, se hubiesen peleado alguna vez. Un 23 de abril se murieron Cervantes y Shakespeare —dicen que incluso un Sant Jordi del mismo año— y no parece que eso deba conducir a grandes batallas, aunque sólo fuera porque comparar Macbeth con el Quijote sería un puro disparate. Así que, entre polémica y polémica, entre duelos y quebrantos, a lo mejor terminamos celebrando el día del dragón en vez del día del santo.

Es probable que en realidad Shakespeare y Cervantes no coincidieran a la hora de irse al otro mundo; al menos no tanto como se nos antoja que sucedió. Es bastante seguro que el santo de la leyenda áurea jamás matase dragón alguno, y ni siquiera un cocodrilo de tamaño tirando a modesto. Para crear leyendas y erigir mitos, ya sean religiosos o literarios, el rigor está de más y reclamarlo es algo que molesta. Pero, aun siendo así, celebrar el día del libro debería consistir en algo mejor que exigir lo obvio, recordar vidas ejemplares y comprar una flor y un libro. Respecto de éste, como poco, conviene leerlo. Con ver la película, no basta.

Puede que el año próximo haya pasado la crisis político-militar que nos tortura y nos consume, aunque ahora no parezca que vayamos a tener tanta suerte. Quizá, de presentarse, volvamos a las celebraciones tradicionales en las que los autores firman libros en vez de tener que sacar los panfletos del armario. Ni el santo ni el dragón tienen culpa alguna en nuestros males actuales; muy al contrario, igual nos podrían ayudar a superarlos. Sant Jordi, convirtiendo a la verdadera fe a los ciudadanos que han vivido en una familia ajena a los libros. El lagarto feroz devorando a quienes, a estas alturas, nos obligan a repensar el abecedario de la cultura. Ojalá que eso suceda antes de que los libros hayan desaparecido del todo y, con ellos, los lectores. Porque un mundo tan normal iba a aburrirnos.

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