martes, 20 de marzo de 2012

LA LIBERTAD DE PRENSA, LA PEPA Y EL BORBÓN


Luis Díez

Quince meses antes de que los representantes de los estamentos y los territorios ibéricos e imperiales alumbrasen la primera Constitución española, se abrió paso en Cádiz la libertad de imprenta como condición más que necesaria, imprescindible, de los debates entre liberales y serviles que en este extremo peninsular, al abrigo de la guerra aunque no de las epidemias, declararon que la soberanía reside en el pueblo. La libertad de imprenta y el libre flujo de las ideas y opiniones quedó plasmada en un texto legal el 19 de octubre de 1810 y fue aprobado por 68 votos a favor y 32 en contra de los constituyentes. El decreto de “libertad política de la imprenta” se publicó el 10 de noviembre de 1810 y se incorporó después como un precepto constitucional.

Saludó entonces el poeta Manuel José Quintana, cuyo Semanario Patriótico jugó un papel decisivo en la constitución de las Cortes, el fundamental precepto diciendo que los españoles de la posteridad recordarían “llorando de gratitud y ternura” que en “tal sitio, en tal día, a tal hora, Argüelles, Torrero, Nicasio Gallego y otros dignos ciudadanos, después de sancionar solemnemente la libertad política de su patria, restablecieron también el pensamiento en su libertad y dignidad primitiva”.

Estamos hablando del nacimiento del periodismo político y del reconocimiento de una libertad de prensa en materias políticas que al decir de los historiadores José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente Monge era una realidad anterior en la España no dominada por los josefinos. Pero decimos también en palabras de Quintana y los “liberales” –término acuñado en Cádiz que se extendió a otras lenguas rápidamente– que la libertad de imprenta era como la de andar, respirar, hablar y, en fin, como todas las acciones que constituyen la propiedad personal. Y añadió Quintana que la “servidumbre política de la imprenta no produce en los pueblos más que ignorancia, degradación, miseria y ruina”. ¿Les suena?

La consecuencia práctica de la libertad de imprimir y difundir las ideas, informar de los hechos y fijar criterios sin más traba que el respeto a las creencias religiosas (católicas) fue tan extraordinaria que sólo en Cádiz se pasó de diez a 77 periódicos y en la zona patriótica, liberada o no ocupada por las tropas napoleónicas, se contabilizaron 280 periódicos, unos de tendencia servil, partidarios del poder absoluto del rey, el deseado Borbón Fernando VII, y otros liberales, partidarios de la división de poderes según los principios del barón de Montesquie.

El primer gran debate de los constituyentes fue entonces el referido a la libertad de expresión. Se emplearon a fondo en defensa de la libertad de prensa el abogado Agustín Argüelles, hidalgo de una familia acomodada asturiana y protegido por su paisano Jovellanos; el quiteño José Mejía Lequerica, catedrático de latinidad; el canónigo extremeño Diego Muñoz Torrero, rector de la Universidad de Salamanca; el eclesiástico zamorano y contertulio y amigo de los periodistas Quintana, Blanco White, Antillón…, coronel guatemalteco Manuel Llano , así como el doctor peruano Vicente Morales, y algunos más.

Entre los más vigorosos opositores de la libertad de prensa estaban Agustín Tenreyro, un militar nacido en Valencia que poseía bienes y mayorazgos en Galicia; el canónigo de Urgel, que llegó a arzobispo, Jaime Creus y Martí, y el sacerdote jesuita catalán Ramón Lázaro Dou, eminente jurista que fue el primer presidente electo de aquellas Cortes. En el actual Congreso hay una sala con su nombre.

La votación fue abrumadoramente favorable a la libertad de imprenta, gracias a los representantes de América (25 votos a favor y ninguno en contra), de Castilla (15 afavor y tres en contra), Andalucía (5 a 2) y Extremadura (8 a favor y 2 en contra). Los catalanes votaron en contra de la libertad de imprenta (13 a 1) y los gallegos lo hicieron asimismo (11 a 9). Pero el resultado global, gracias a los vascos, navarros, valencianos y murcianos fue de 68 frente a 32. Por actividades profesionales, los eclesiásticos se pronunciaron en contra (14 a 9), los empleados estatales a favor (39 a 5) y, en general, la gente de letras, desde escritores, abogados, maestros, profesores, ingenieros, se pronunciaron a favor. Comerciantes y militares apoyaron asimismo la libertad de expresión.

Son datos del Diario de Sesiones de las Cortes de Cádiz que ponen de manifiesto que la libertad de imprenta se abrió contra los obstáculos tradicionales hace más de dos siglos, gracias a América, a Castilla y a los ilustrados, y no, precisamente, a los serviles borbónicos que poco tiempo después reimplantaron la censura y pusieron en fuga (hacia Londres) a los principales periodistas españoles. Aquella diáspora fructífera se repetiría en 1939 hacia México, donde más de cuatrocientos periodistas exiliados realizaron una extraordinaria labor. Todo lo cual viene a cuento del bicentenario de la Constitución liberal de Cádiz, en la que, por cierto, no había Senado, como tampoco en la de 1931. Y ya es paradoja: la efemérides ha sido conmemorada por un Borbón, el rey Juan Carlos I de España.

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