Melibea
Para que esta cría de lechuza campestre -que nos mira acaso confundida y perpleja por el azar que alumbró su destino- fuera un latido más suspendido del ciclo de la vida, como palpitante y hermosa encarnadura de su evidencia, fue preciso que el huevo donde se contenía la semilla de su pequeño corazón quedara abandonado al albur del silencio. Roto por fortuitas circunstancias el proceso natural de incubación que les competía a sus progenitores, ese mortal silencio era por naturaleza su más posible y aciago futuro. Pero como el territorio donde ocurrió tal percance era propicio a las naturales querencias -se trata de una reserva natural en el corazón de Hungría-, uno de los guardas del lugar hizo honor a su vocación u oficio y a su sensibilidad: se llevó el huevo en el calor de su mano, lo sometió al amoroso artificio de una incubadora y ahí tenemos el fruto, alimentado con carne de ratón por el diligente guarda-nodriza, asomado desde el asombro que nos asombra a la admiración de cuantos creemos, con nuestro dilecto don Leonardo Boff, que la vida llama a la vida y que sobre la lógica vital de esta premisa está la base de nuestro porvenir y el del planeta en cuyo bello y generoso vientre habitamos:
Para mí, que procuro leer las señales en las cosas –pues éstas tienen siempre su otra cara, y lo invisible es parte de lo visible- fue una revelación. Estoy aquí escribiendo sobre la nueva moralidad que urge vivir en medio del calentamiento planetario ya iniciado. Y digo que si queremos salvar la biosfera y conservar nuestra Casa Común, habitable para toda la comunidad de vida, tenemos que rescatar, antes que cualquier otra cosa, la dimensión del corazón y la razón sensible. Si no sentimos la Tierra como nuestra Gran Madre que debemos cuidar como hijos e hijas buenos y responsables, serán insuficientes las necesarias iniciativas técnicas que tomarán las grandes empresas, los gobiernos, otras instituciones y las personas. Nacemos de la generosidad del cosmos y de la Tierra, que nos proporcionan las condiciones esenciales para la vida y su evolución, y una generosidad semejante debe ser nuestra contrapartida.
Esta floración del cerezo japonés que ocurre sólo una vez al año; es un signo que la propia Tierra nos da gratuitamente. Nos está diciendo: «aunque se caigan todas las hojas, aunque mis ramas parezcan resecas casi todo el año, aunque impere la duda sobre si estoy muerto o aún estoy vivo, yo me arriesgo a desvelar el misterio que escondo: la capacidad de regeneración y la voluntad de sonreír alegremente, de irradiar belleza y provocar éxtasis».
Algo semejante debe ocurrir con la crisis ecológica y con las amenazas que pesan sobre el destino futuro de la biosfera y de la vida humana. Estimo que no se trata de una tragedia cuyo fin sería funesto, sino de una crisis cuyo término es un nuevo estado de salud y de conciencia, más vigoroso y más alto. Lógicamente, depende de nosotros transformar los síntomas de tragedia en señales de crisis acrisoladora. Y lo haremos, pues el instinto básico –ya lo reconocía Freud- no es el de muerte, sino el de vida, aunque pasando por la muerte. La vida, que hace 3.800 millones de años irrumpió en la Tierra, pasó por muchas diezmaciones. Nunca fueron terminales. Fueron crisis que crearon oportunidades para el surgimiento de formas más complejas de vida. La vida es un llamado a más vida. Ésa es la flecha de la evolución y la dinámica del universo.
Las flores del cerezo japonés significan la sonrisa radiante de la Tierra cuando menos se la espera. Pues el invierno es tiempo de recogimiento y de retirada sostenible, para recobrar fuerzas vitales que después irrumpirán victoriosas y deslumbrantes. La Madre Tierra nos quiere transmitir un mensaje: A pesar de todas las agresiones que sufro, a pesar de la respiración cansada que tengo debido a las contaminaciones atmosféricas, a pesar de tener contaminada mi sangre y llagados mis pies por causa de los venenos, aun así, tengo energía vital escondida. No es infinita, pero es suficientemente poderosa como para resistir, para regenerarse y para volver a sonreír. Simplemente, denme, por piedad filial, un poco de tiempo para descansar, y un gesto de amor y de ciudado que me fortalezca.
Fuente: www.servicioskoinonia.org
3 comentarios:
El comportamiento individual de un jardinero húngaro puso a salvo una vida que parecía condenada antes de nacer. ¿Qué es lo que le movió a hacerlo? No serían, creo, los grandes discursos de brillantes filósofos, ni los cuidados argumentos de los ecologistas, ni su preocupación por el cambio climático. Yo sospecho lo que le movió a hacerlo, pero no voy a decirlo. Solo diré esto: Hagan los demás lo que hizo ese jardinero y por sus mismos motivos y ya verán como la vida no abandona este planeta, porque solo el Amor es la Verdad y la Vida.
Yo a eso lo llamo educación de la sensibilidad, johnnyblue. No se tiene si no se cultiva y para cultivarla se necesitan maestros que enseñen a vivir para así dar vida.
Me gusta como la llama, Teseo; más considere usted que el mejor Maestro es Aquel que nos dio tal sensibilidad, enséñándonos Él mismo a cultivarla.
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