sábado, 22 de abril de 2006

Mi novia la radio

Image Hosted by ImageShack.us

Félix Población

Siempre que subíamos al desván, a curiosear entre los herrumbrosos cachivaches y a ojear las ilustraciones de los libros antiguos que había guardados en destartaladas arcas y maletas, mi amigo Germán no podía evitar la tentación de acercarse al viejo receptor de radio que estaba arrumbado en una de las esquinas de la buhardilla. Era un aparato grande, de forma cuadrangular, al que Germán solía tocar con el dedo índice como para darme constancia de su singularidad, dejando impreso el tacto en la pátina de polvo que cubría la madera de la caja. Entonces siempre me sugería el mismo propósito: Deberíamos llevárselo a mi tío Evaristo; él seguro que sabría repararlo. Después, enfrascados en los libros o entretenidos en cualquier otro menester, nos olvidábamos de la radio hasta otra de nuestras ascensiones al sombrío desván.

Mi amigo se llamaba Germán Portillo Belluga. Su hermana Amelia era más guapa que la hierba. A mi no me costó nada enamorarme de ella desde la primera vez que la vi. Eso pensé, cuando la tuve delante de mis ojos, que no podía ser de otro modo: si mi amigo tenía una hermana así era para que yo me enamorara de ella tan perdida como inútilmente. También supe esto último desde la primera vez, pues nos separaba un abismo insalvable: Amelia tenía diecisiete espléndidos años y yo no había cumplido aún los once.

Que yo fuera el mejor amigo de su hermano apenas me permitía mayores prerrogativas que la de verla y admirarla a menudo, gracias a mis frecuentes visitas a la casa de Germán, lugar que se me antojaba poco menos que paradisíaco cuando ella estaba presente, pues la gracia de su figura dotaba de una calidez especial la atmósfera doméstica, máxime si yo podía permitirme el gusto de observar la espesa morenez de su cabellera, ceñida a menudo con una diadema roja o azul, el color aceitunado de su rostro y la fulgurante expresión de sus ojos verdes.

Fuera de esa contemplación cohibida y esporádica, sin embargo, la posibilidades de comunicación con ella eran mínimas. Ni a su hermano ni a mí nos dispensaba la menor atención, como no fuera cuando por alguna razón que se nos escapaba y que acaso tuviera que ver con sus mejores estados de ánimo, decidía contarnos alguna historia. Se sabía muchas y las narraba con muy buen tino, graduando con sutileza los intervalos de las pausas y afinando con precisión la expresividad de las entonaciones. Personalmente lo que más me seducía era la aterciopelada calidad de su voz, de una dicción pulcra y transparente.

Eran historias muy cortas, de apenas cinco o diez minutos, despachadas por lo general en cualquiera de sus tiempos muertos, y a las que tanto su hermano como yo nos aprestábamos como solícitos oyentes en cuanto Amelia nos hacía la menor insinuación. Como era una empedernida lectora de los libros de Salgari y Julio Verne, las más de las veces versaban sobre episodios contenidos en las obras de estos autores y cuyos pasajes, por sus fantásticos y maravillosos percances, nos dejaban sumidos en una sensación de extraña irrealidad con la que luego pergeñábamos los imaginarios argumentos de nuestros juegos.

Echamos mucho de menos las historias de Amelia cuando se fue a Madrid a estudiar Farmacia. Primero intentamos sustituirla con la lectura de los libros que le pertenecían y que de modo tan sugestivo nos había narrado casi de memoria. Pero eso acabó por cansarnos, sobre todo a mí, que añoraba la cálida voz de la ausente y deploraba el escaso atractivo de mi amigo en su capacidad relatora. Tampoco yo era un dechado de facultades por más que intentara corregir mis defectos.

Pasado algún tiempo, Germán me comunicó que su hermana había entrado como actriz en la radio y que ya actuaba en algunas emisiones de carácter nacional. Para su familia fue toda una sorpresa, pero a nosotros dos nos pareció lo más natural del mundo. Fue entonces cuando llevamos a reparar el viejo aparato a Radio-Electricidad Belluga, en la calle del Peso, y cuando el tío Evaristo, tras sustituir lámparas, limpiar minúsculos intersticios, verificar conexiones y soldaduras, ajustar las manecillas y encerar la carcomida madera de la caja, nos devolvió apto para su escucha el mayor tesoro de nuestra niñez.

Después de comprobar la existencia de un enchufe en la buhardilla, volvimos a instalar el receptor en aquel lugar secreto de nuestros juegos. Lo colocamos con la máxima prevención y delicadeza encima de una mesita baja, cubriéndolo con un paño de gamuza en evitación de que el polvo pudiera constipar sus eléctricas entretelas.

No había día que no subiéramos al desván a escuchar a mi novia la radio. Así calificó Germán al viejo receptor, consciente de mis querencias y del vehemente seguimiento que hice de la voz de mi admirada Amelia. La pudimos disfrutar en los más diversos territorios narrativos: los largos seriales lacrimosos, las no menos dilatadas versiones de novelas célebres, las historias de intriga y misterio, las obras de teatro y cualquier otra emisión que contara con su nombre en el reparto artístico, sin excluir los anuncios comerciales.

Con el receptor encendido bajo la penumbrosa luz de la estancia y nosotros delante, sentados en el suelo y embebidos religiosamente en la audiencia, debíamos parecer dos idólatras ante el pequeño altar desde el que las ondas nos empezaron a ungir con las primeras razones sentimentales, los primeros sueños y la primera afición por la imaginación y el conocimiento a través de las palabras.

Del libro La risa de vivir y otros cuentos sin cuento.
©Bibliosonda Ed.

1 comentario:

Nocturno Radio Podcast dijo...

La radio es la novia de todos y no estamos celosos por eso. Muy buen blog.

Publicar un comentario