sábado, 29 de abril de 2006

Las hilanderas del pan con gaseosa

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Félix Población

Con motivo del 1 de Mayo

Dejé de oírlas hace mucho tiempo, porque mi edad ya me permite un irrevocable pasado indefinido, tan pretérito como impreciso en mi memoria oyente. Me suenan tan distantes que quizá no llegara a recordarlas ahora si no conformasen ambas un binomio eufónico, invariablemente copulativo en los sucintos menús de la posguerra. Las dos me identifican, además, con el ámbito territorial en donde discurrió mi infancia, pues ninguna de esas dos palabras son reconocibles en castellano, acaso porque ambas pertenezcan exclusivamente al léxico dialectal astur-leonés, circunscritas incluso a localismos aún más restrictivos.

Entre la diversidad de nombres aplicables en castellano a las distintas formas del pan - barra, bodigo, colín, craquelenque, criadilla, cuartal, cuerno, doblero, francesilla, hogaza, libreta, marraqueta, molleta, pataqueta, repápalo, rosco, rosca, roco, toño, trena, trenza -, nunca llegué a encontrar riche más que como una inscripción de oído fermentada en la crianza del recuerdo.

Aquellos riches tenían la hechura de una gran almendra, con el migón prieto bien colmado y la corteza algo áspera salpicada de harina. Por su dimensión y peso, suficientes sin ser excesivos, eran el soporte habitual del bocadillo entre los trabajadores de la calle. Su anchura era la apropiada para estrecharlos con mano recia y afanosa a golpe de mordisco. En cuanto a su capacidad, se bastaban para enjugar sobradamente una lata de conservas, el alimento individualizado mas común, barato y propicio a los almuerzos de urgencia y de intemperie. Así al menos acierto a evocarlos, empuñados por los albañiles entre los andamios de la ciudad nueva que vinieron a confinar, con su devorador oleaje vertical de cielos y horizontes, los anchos y arrumbados solares de nuestros espacios callejeros de juego y aventura.

Antes de eso, sin embargo, el riche había tenido un peso específico aún más substancial en la dieta obrera, sin que de esa memoria tenga yo otro testimonio que no sea el de mi escucha. Ese oscuro sedimento sonoro se lo debo sin duda al apoyo eufónico de otra palabra, boliche, copulada con la anterior como elemento concorde e imprescindible con el menú proletario en la etapa más dura de la posguerra.

Tenía boliche en mi región la singular acepción de gaseosa, aplicada al recipiente de cuarto de litro, envasado en botella de cristal blanco con tapón prensil de loza, anillado al extremo del gollete. Puede que esa denominación respondiera a la forma torneada del recipiente, similar a la del bolillo de madera en cuya punta se encaja la bola que da nombre al juego del boliche. Semejante suposición formal no pasa de ser, con todo, una aventurada hipótesis. Podría darse el caso de que ese mismo criterio comparativo cuadrase mejor con la morfología de los bolos, deporte, por otra parte, de lo más genuino en las profusas boleras de aquellas comarcas.

Con un riche y un boliche, decía siempre mi tía Eugenia como concisa y lastimera descripción del parvo acompañamiento alimentario que servía de almuerzo a sus compañeras de fábrica en los años del hambre. Suponía yo, por mejor imaginarme tal condumio como cabal expresión de las privaciones de aquellos años, que las hilanderas de La Algodonera, llegada la pausa para la colación de media mañana, se servirían de la gaseosa como sustitutivo de la leche, y que, por más perplejidad que me causara la imagen, remojarían los trozos de pan en un vaso de aquella bebida dulce y carbónica para aliviar la sequedad de cada bocado.

Ese frugal remojo tenía para mí una cierta familiaridad literaria. Constaba entre mis primeras lecturas infantiles que a los presidiarios de las lóbregas mazmorras se les castigaba a pan y agua, y que ese mismo y austero régimen alimenticio purgaban los santos en sus cenobios para hacer penitencia y purificar su espíritu. Parecía lógico pensar por tal motivo que las operarias de aquella fábrica de hilaturas, alojadas entre la enrejadas naves de un viejo edificio del barrio fabril de La Calzada, constituían algo así como una generación mediopensionista de mártires cautivas.

Sin duda la similitud debió de parecerme en extremo literal y rigurosa para ser cierta en otros escenarios que no fueran las prisiones y los conventos medievales. Colegí por lo tanto que el boliche, con su burbujeante sabor edulcorado, establecía una diferenciación esencial, inasequible a mi capacidad intelectiva de raciocinio si antes no era confrontable sensitivamente en mi paladar.

No tardé en comprobarla mediante el pertinente contraste de ambas alternativas en mi estómago. Las dos me procuraron una sensación repentina de hinchazón en el vientre, pero con la gaseosa, al menos, no sólo me resultó más divertido que con el agua trasegar cada trago gracias a su dulce cosquilleo efervescente. El efecto de su composición carbónica me dejó, además, la impresión de que prolongaba la digestión del riche, con un cierto amago de vano hartazgo, al reproducirse el sabor del pan en cada eructo. Era como si tan elemental y sobrio alimento tuviera un dilatado eco dentro de mis tripas.

Estaba claro que esos regüeldos, pese a la inequívoca templanza de su restringido origen nutricio, no podían formar parte de la sufrida estética penitente, fuera ésta mística o carcelaria. En cambio, por sucinta y etérea que resultase tan reiterada y grosera añadidura, a las hilanderas debía resultarles muy confortador en los tiempos del hambre que la gaseosa les hiciera repetir el pan en sus alientos.

Del libro La risa de vivir y otros cuentos sin cuento.
©Bibliosonda.

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