lunes, 5 de diciembre de 2005

Torrente 4, farruquito y farolero

Ben Al Arabiyo

Tiene uno la mala costumbre de encararse con los conductores incívicos y recriminarles con firmeza pero educadamente su particular concepción de la calle es mía aunque, confieso, alguna vez perdí la compostura. Como cuando llamé asesino a un honrado ciudadano conductor de autobús urbano que, pedal a fondo, quiso mandarme al limbo pues, como creyente musulmán, carezco de la gracia del sacramento bautismal.
Farruquitos hay muchos, todos conocemos unos cuantos: suelen ser enérgicos padres de familia de mediana edad, buena posición y proclives a presumir de coche y habilidad al volante o del poco tiempo que tardan en llegar a tal o cual sitio.
La situación tiene mal arreglo: en una encuesta reciente, la mitad de los vallisoletanos (el 45,9%) entendía que la principal causa del incremento de atropellos en la capital es el exceso de velocidad de los conductores, pero sólo el 14,9% se mostraron partidarios de reducir los límites y el 10,6% reclamaban la imposición de más multas. Es decir, conocemos la causa pero nos importan un pito las consecuencias, nuestra comodidad y rapidez de desplazamientos es lo primero. Así no resulta extraño que los homicidios por violencia vial sean quince veces más habituales (entre 800 y 1100 atropellos de peatones al año en España) que los provocados por la llamada violencia doméstica (unos 60 al año) que tanto juego dan a la telebasura. Y no creo que éstos sean más repugnantes, pongamos por caso, que lo del auténtico Farruquito, que seguramente no pisará la cárcel pese a que atropelló mortalmente a un peatón, huyó del lugar sin prestarle ayuda y urdió un plan con varios cómplices para inculpar a su hermano menor. Manejaba sin carné su BMW a 80 kilómetros por hora en una zona limitada a 40 con suelo mojado en la que había un paso de cebra, saltándose un semáforo antes del atropello y alguno más en la huida. Los medios tampoco prestan atención a hechos como éste a menos que el homicida sea un famoso bailaor o algún triunfito del karaoke televisivo. El entonces director de Deportes de la Universidad de Málaga, que en 2001 atropelló mortalmente a dos ciclistas profesionales, los hermanos Ochoa, ni siquiera ha sido juzgado aún.
Ante la pasividad de los responsables municipales, de los jueces y de los legisladores, los farruquitos son los amos de las calles, sé lo que me digo. Paseaba con mis hijos por una estrechísima calle de Vilalba (la Rúa Dos Pepes, donde confluyen las avenidas del General Franco y de José Antonio Primo de Rivera) y al oír a lo lejos el rugido del motor de un impresionante Jaguar rojo que se lanzaba sobre nosotros empecé a gesticular y agitar los brazos para alertar al conductor. Muy altanero, se detiene a mi altura y me espeta con socarronería: “¿¡Qué se le ofrece, Señor Alcalde!?” Ingenuamente, pues no noté mucha agresividad en su insolencia encubierta, le expliqué lo arriesgado de su proceder. La fingida amabilidad se tornó en una agresiva advertencia: “¡Tú no eres de este pueblo y yo sí, y yo por mi pueblo voy como me da la gana!” Me entretuve en disquisiciones sobre si la calle es de todos por igual o no, consiguiendo sólo aumentar su enfado y recibir insultos y amenazas: “¡¡Te digo que yo voy como me da la gana, y como sigas con esa chulería ahora mismo te detengo por desacato a la autoridad!!” Me había topado con un caciquillo local y, aunque después supe que todo era un farol, las amenazas eran bastante creíbles, así que decidí poner fin a la conversación y sacar de ese pueblo a mi familia de la manera más digna posible pero sin cejar en mis razones, por lo que eché mano de un poco de ironía: “¡Pase, pase usted, que está en su pueblo!”, mientras le hacía una reverencia y le indicaba el camino con la mano abierta. Afortunadamente se alejó mientras vociferaba: “¡¡Y si te parece mal ya sabes dónde ir para denunciarme, mira, ésta es la matrícula: ocho, ocho, ..., ocho...!!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario