lunes, 26 de septiembre de 2005
¿Qué pasa en Irak, papá?
Félix Población
A sus diez años, mi hija tiene en su habitación tres o cuatro veces más libros que tuve yo a su edad. La comparación es digna de celebrar. También, que mi hija sea la primera socia de la biblioteca de su pueblo por iniciativa personal. Con ello quiero resaltar la importancia que para ella va adquiriendo la lectura. Tan es así que cuando me ha preguntado ¿qué pasa en Irak?, sobresaltada por enésima vez ante uno de esos terribles atentados difundidos a través de la televisión, le hablé del país de Las mil y una noches como la cuna de los libros donde las bibliotecas, tras la invasión anglo-norteamericana, fueron salvajemente arrasadas.
Mi hija no puedo entender por qué la ocupación militar de una nación, aparte de comportar la muerte de miles de ciudadanos, ha podido tener esos desoladores efectos sobre su patrimonio artístico y cultural. Mucho menos cuando le advertí que ese tipo de destrucción y expolio está condenado por los organismos internacionales. Traté de explicarle que cuando tan alevosamente se pretende acabar con ese legado, que forma parte del carácter y la personalidad de un pueblo hasta el punto de sustentar la conciencia de su pasado, muy posiblemente se pretenda una neocolonización intelectual al gusto del invasor.
Le conté, basándome en el informe auspiciado por la Asociación de Bibliotecarios de Oriente Medio, que en las jornadas que siguieron a la caída del régimen baazista, en abril de 2003, las tropas ocupantes sólo se preocuparon de salvaguardar el Ministerio del Petróleo, dejando bibliotecas, museos y yacimientos arqueológicos a merced del robo, la malversación, el pillaje y el fuego.
Saad B. Eskander, director general de la Biblioteca Nacional de Irak resumió las pérdidas del centro como un desastre nacional más allá de lo imaginable al referirse a la destrucción de todo el ala ocupado por llamada Biblioteca Antigua. Otro tanto se puede decir de la quema de los 45 000 volúmenes únicos de la Biblioteca al-Awkaf, a la que siguió la destrucción más de 17 000 manuscritos de incalculable valor.
Iguales y desastrosos balances se registraron en la llamada Casa de la Sabiduría, cuyos libros se vendieron días después en los puestos de baratillo de las calles de Bagdad, en la Academia de Ciencias y en la Biblioteca de la Facultad de Bellas Artes, donde 175 000 ejemplares y manuscritos se convirtieron en ceniza. Similares y desoladores recuentos a los de los centros de cultura de Bagdad se dieron en otras ciudades del país como Mosul y Basora.
Lo ocurrido en Irak -le he dicho a mi hija- es que la insaciable codicia y sed de poder de unas potencias a cuya órbita de influencia pertenecemos, ha propiciado que nuestra cultura, la de todos, la que no conoce fronteras, ni credos, la que se expande a través de la creación, la razón y el sentir de las generaciones, haya perdido diez millones de ejemplares con algo de lo más fundamental que llevamos dentro.
La sed de saber y ciencia tuvo allí su primer enclave y un poco de la inquietud que siente mi hija por el contenido de los libros se sembró entre los ríos Tigres y Éufrates con el balbuceo de la primera escritura. Por distante que nos parezca en el tiempo, tan dentro de nosotros permanece un poco de aquel fermento esencial al que sin duda debemos el sentimiento de indignación que nos conmueve ante la barbarie cometida.
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