Celestina Tenerías
Aunque los conflictos bélicos no se apaguen y el afán de conquista siga incitando a los poderosos, es de obligado cumplimiento la recordación del día de la fecha. Hace sesenta años que una nube de fuego y muerte se abatió sobre dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, con el más espeluznante balance de víctimas por segundo registrado en la historia de las guerras. A pesar de todo, un mes después, sobre los escombros calcinados, la piel de la vida tejió su manto verde de frescura y aliento. Era un síntoma de empeño vital que un viejo árbol mantuvo aún contra aquella ardorosa oleada de espanto. Un perspicaz botánico, Masayuki Ebinuma, advertido del simbólico prodigio, inició en 1994 la distribución de brotes del caqui de Nagasaki en las escuelas japonesas como mejor testimonio contra el olvido entre las jóvenes generaciones. Hoy, gracias al impulso del artista Tatsuo Miyahima, casi dos centenares de vástagos de ese árbol crecen en veinticuatro países. Hasta ahora el caqui sigue dando semillas de paz al mundo, pero muchas de ellas se malogran porque, como el propio sentido de convivencia que encarna, está muy debilitado. Se ignora si a la Casa Blanca llegó alguno de esos envíos.
2 comentarios:
Los mismos que lo hicieron están en disposición de repetirlo.
Todos los años se habla de conmemoraciones, pero el mundo avanza en pos de repeticiones.
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