martes, 12 de abril de 2005

El Valle de Todos los Caídos

Félix Población

De don Santiago Carrillo, a quien recientemente se le ofreció un colmado homenaje por su nonagésimo aniversario, no se sabe qué sorprende más, si la longevidad de su salud a toda prueba, inmune al tabaco y a las neumonías, o su sagaz sabiduría política, de la que da lecciones magistrales cada vez que se le brinda la oportunidad. Lo pudimos comprobar la otra noche en Las Cerezas con la perspicua Julia Otero y también a través de su atinado juicio sobre las redivivas querencias franquistas del Partido Popular.

Llevamos semanas atiborrados de comentarios acerca de la improcedencia o no de los símbolos franquistas en el callejero patrio. Con tal de alancear a su adversario político y todavía no repuesto de la herencia aznarí y su mal perder en las pasadas elecciones, el PP ha sido capaz de retrotraerse a lo más rancio de la derecha -su pasado franquista- y llegar a defender su significación conmemorativa. Bajo el absurdo sofisma de no hurgar en viejas heridas, el partido opositor ha perdido también aquí los papeles que le concedieron desde una cierta orientación centrista sus repetidos éxitos electorales.

Don Santiago lo ha dicho con la perspicacia que avala su largo currículo: Si el Partido Popular quiere asegurar su propio futuro político tendrá que tomar una actitud indiscutiblemente clara para diferenciarse de la dictadura franquista. La retirada de las estatuas de Franco no puede interpretarse como elemento de división puesto que, según lo certifica la lógica y Carrillo, España está ya en otra fase de la historia para la que sería igualmente improcedente erigir ahora monumentos republicanos.

Sí considera el ex secretario del PCE, sin embargo, que la amarga lección del franquismo no puede ser un oscuro pasaje para el olvido en la memoria de la nación. Antes al contrario, sus penosos avatares deben ilustrar el conocimiento de las sucesivas generaciones de españoles para que no vuelva a repetirse el conflicto fratricida sobre el que se levantó entre cárceles, hambre y miseria esa hosca etapa de nuestra historia.

Para ello, ante la posibilidad de remodelación del actual Valle de los Caídos, no sería del todo adecuado -si lo que se pretende es abogar por la tolerancia y no por la tumoración de las viejas rencillas entre las dos Españas- hacer de aquel ámbito un lugar de recordación en exclusividad de una u otra, tal como lo fue hasta ahora, sino de las dos. Ésa es la mejor lección histórica, ética y humanitaria que puede dar un régimen democrático, para reafirmarse en sus valores y con ello cultivarlos, a otro que no lo fue.

Con una visión de porvenir antes que de pasado, y dejando a un lado los caudillismos y liderazgos, las varias y diversas circunstancias, los errores y culpas que condujeron al conflicto, ese Valle de Todos los Caídos debería ser un homenaje a todas las víctimas de la inmisericorde Guerra Civil. No olvidemos que su extensísima lista se prolongó mucho más allá del Día de la Victoria, integrada entre su masiva penalidad por quienes en su condición de cautivos del bando vencedor construyeron el propio monumento.

Sobre esa base conmemorativa, bajo el cerro de Cuelgamuros se podría disponer de la documentación histórica y argumental más objetiva posible para que el visitante sacara la noción de ejemplaridad indiscutible que debe presidir aquel recinto: Nunca más, bajo ninguna circunstancia ni sinrazón.

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