Félix Población
Resulta sabido que nadie mejor que la Iglesia de Roma para administrar la ceremonia de la muerte en sus tres actos fundamentales: agonía, defunción y exequias. Con el pontífice Wojtyla, futuro san Juan Pablo II el Magno si sus méritos quedan consagrados en la memoria vaticana -como parece previsible-, hemos tenido hasta ahora los dos primeros rituales. Al primero le sobró crudeza, por lo poco misericordiosa que fue para muchos creyentes la repetida comparecencia agónica del Papa polaco ante los fieles. Al segundo le sobraron horas de retransmisión tediosa a través de nuestra televisión pública.
Semejante cobertura, ofrecida desde un medio perteneciente a un Estado aconfesional, no desmerecería de la que se hubiera dado desde la vieja España franquista. Se podría interpretar que el gobierno Zapatero ha pretendido demostrar, con tan intensivo y soporífero seguimiento, que lo suyo con la Iglesia no es precisamente el anticlericalismo feroz que algunos talibanes de sacristía le reprochan.
Falta aún el tercer acto, que promete ser no menos dilatado y latoso que los precedentes. Con él se pondrá término a un pontificado ciertamente decisivo en la historia del siglo XX. Nadie le niega esa condición al de Juan Pablo II. Con todo, no puede justificarse por esa circunstancia una cobertura informativa tan extensiva este último fin de semana a costa del dinero de todos los españoles. Ese tratamiento mediático viene a evidenciar una vez más que los poderes de la institución católica, antes y ahora, cuentan con más privilegios de los que un Estado aconfesional debería permitirle. Esté quien esté en la Moncloa, con la Iglesia seguimos topando.
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