viernes, 14 de enero de 2005

Contra el olvido de los Niños de la Guerra

Félix Población

Puede que en el puerto gijonés del Musel no exista aún testimonio simbólico que recuerde el atroz dramatismo de aquella diáspora. Para quienes de muchachos nos divertíamos con la afición de la pesca en los ventosos espigones abiertos al mar, el episodio de la partida de los Niños de la Guerra supuso, muchos años después, una de las páginas más desgarradoras de un conflicto pródigo en atrocidades.

Obviamente, si entonces supimos de aquel suceso no fue porque se nos ilustrase del mismo en las lecciones de Formación del Espíritu Nacional. Tampoco porque entre los vencidos hubiera ganas de hacer memoria de lo infausto. Lo más común era que nos enterásemos porque siempre había, entre familiares, parientes o amigos, alguna referencia directa o indirecta, vivida o participada, de esa desventura.

Del puerto del Musel salió un día de otoño de 1937 el mercante francés Deriguerina con más de un millar de niños a bordo. Sobre la antigua villa cantábrica se cernía la amenaza inminente de la aviación franquista cerrando su implacable avance sobre el norte republicano. Víctimas de la orfandad, el miedo y el hambre, 1.100 niños, entre 3 y 14 años, emprendieron contra el más elemental de los derechos -el de vivir en paz con los suyos y en su propia tierra- un largo exilio sin causa.

Fueron en total 3.000 los niños que partieron desde distintos puertos del Cantábrico en dirección a la Unión Soviética entre marzo de 1937 y octubre de 1938. Quienes se hayan interesado un poco por esa odisea, habrán tenido oportunidad de leer en las imágenes que se conservan, dejando a un lado la simbología ideológica que las orla de ingenuo entusiasmo, el tenso desamparo que se dibuja entre lágrimas y abrazos en los rostros de los pequeños protagonistas. Por desgracia, la aventura de esa expatriación forzosa no ha contado hasta ahora, que yo sepa, con una recreación literaria relevante, a tono con la trascendencia del suceso y sus incuestionables merecimientos de perenne recordación.

Mientras eso no ocurra, esa historia sigue teniendo vida en más de 600 corazones. Aunque algunos residen ya en España, la mayoría reparte su ausencia entre la extinta Unión Soviética y varios países de América. Sólo en Rusia, Ucrania y Georgia residen actualmente casi 300 Niños de la Guerra. El calificativo resulta inadmisible para algunos porque aquella guerra no produjo niños, sino sólo muerte a su paso.

El presidente Zapatero estuvo con ellos con motivo de su primer viaje oficial a Moscú no hace muchas fechas. A Rodríguez Zapatero se le podrán reprochar pocas o muchas cosas al término de su gestión al frente del país. Habrá tenido hasta ahora aciertos y errores de mayor e menor entidad según la identidad de quien los juzgue. Pero de lo que quizá empiezan a no dudar los ciudadanos no adscritos a estrechos criterios sectarios es de la indudable sensibilidad del presidente del Gobierno para aquellos asuntos sociales en los que compromete su palabra.

La tuvieron los ancianos Niños de la Guerra en Moscú y el Consejo de Ministros acaba de aprobar un proyecto, a tramitar por el procedimiento de urgencia, para que sus pensiones pasen de los 1.400 a los 6.090 euros anuales estipulados vigentemente en España. Además se les asegurará la asistencia sanitaria allá donde no exista o sea insuficiente. La cuantía del aumento económico y la celeridad en aplicarlo hablan por sí solos del ánimo de servicio y rehabilitación que el señor Zapatero ha querido imprimir a una medida que viene a subsanar las penurias de ancianidad de los sobrevivientes de aquel crudelísimo desarraigo.

Sería deseable también que el testimonio de quienes lo vivieron no se pierda para siempre con ellos. Cabe confiar en que la imaginación creadora sepa servirse algún día de las claves emocionales y documentales de esa diáspora para hacerla revivir frente al olvido. Personalmente yo creí soñar más de una vez su drama en mis pesadillas de niño después de una tarde pescadora en El Musel, abstraído en el humo de los barcos.

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