jueves, 11 de noviembre de 2004

Hay una juventud que aguarda

Félix Población

Como en la novela de Francisco Candel, editada a finales de los sesenta del otro siglo, cuando España emergía del XIX, siempre hay una juventud que aguarda. Entonces, a la juventud no sólo le tocaba esperar, sino callarse, aunque ya despuntaran algunas voces contra el largo silencio de la dictadura.
Por aquellas calendas, coincidentes con la Ley Fraga, el viejo régimen dio permiso a los primeros susurros críticos, pero a la mocedad, más que nada, le tocaba ser relativamente comedida en su espontaneismo transgresor. Unos más que otros, a los jóvenes universitarios les convenía más la tediosa cautela que la rebeldía en ciernes si querían afianzar un curriculum ortodoxo de cara al siempre competido mercado de trabajo. Aunque ahora parezca que aquella Universidad era sesentayochista e iconoclasta, quienes nos iniciamos en ella no hemos perdido la perspectiva de haberla sufrido acomodaticia y mediocre.
Sin entrar en comparaciones, improcedentes por la disparidad entre ambas épocas, la Universidad de hoy no es precisamente la que los alumnos de entonces hubiéramos imaginado en un régimen de libertades. Nada en realidad fue como queríamos. Dejemos a un lado el nivel de preparación o la tasa de intelectualidad. La llamada sociedad de bienestar ha reportado un acceso masivo a la enseñanza superior. Si antes sólo los mejores, los más dotados cultural o económicamente, eran los que ingresaban en las carreras universitarias, ahora esa posibilidad se ha democratizado hasta el punto de ensanchar como quizá nunca hubiéramos imaginado el trasiego de jóvenes a los campus.
Tantos aspirantes a una licenciatura podría constituir, de suyo, una garantía para un empleo bien remunerado y un respetado escalafón social. Pero no. El saturado mercado de trabajo no permite esas posibilidades a menos que, además del título superior, acompañen al currículo de aspirante unos cuantos master en el extranjero, varios idiomas y una preparación extraoficial digna del mayor crédito.
Toda esa preparación adjunta no estaría mal si los procesos de selección de personal se atuviesen estrictamente a los méritos de los convocados en oposiciones, exámenes y demás pruebas de selectividad en empresas y organismos públicos. Pero en un país con una larga tradición en el tráfico de favores, componendas y recomendaciones, es de todos sabido que los elegidos no son siempre los mejores. Si a los cargos políticos no acceden los más competentes, y si de éstos depende en muchos casos la elección a dedo de puestos con responsabilidad para ajustar otros de menor calado, no parece medianamente probable que las pruebas de acceso a un puesto laboral discurran por los canales éticos debidos.
Viene esto a cuento porque sé de jóvenes, notablemente capacitados para la profesión que han elegido de acuerdo con su preparación universitaria, que se ven obligados a ejercer oficios muy por debajo de sus posibilidades, deprimirse en el paro o emigrar en busca de empleo a otros países porque de nada les vale un excelente expediente y una capacidad digna de mejor provecho. Más de uno me ha confesado, sin que su confidencia me haya parecido fruto de ninguna inquina personal o recelo gratuito, que sus comparecencias a oposiciones y demás pruebas se ha saldado con la sorpresa de advertir que otros con menores merecimientos han ocupado la plaza por la que ellos competían.
Esto me recuerda aquella otra juventud que aguardaba en los años postreros del viejo régimen. Entonces se valoraba la fidelidad de conducta a las Leyes Fundamentales del Movimiento. Una carrera aséptica, sin compromisos políticos con la heterodoxia vindicativa naciente, era el mejor título que se podía anteponer al propio de la licenciatura para acceder un puesto de trabajo concorde con los estudios realizados. Los había, incluso, que llegaban a desempeñarlo por herencia sin haber cumplido su preparación universitaria, sólo por la confianza con que la tradición familiar contribuía a apuntalar los cimientos del orden legalmente constituido.
Cierto, hoy existen mecanismos democráticos para que la juventud que aguarda defienda sus derechos al trabajo cuando advierta irregularidades en su cumplimiento. Cierto, esa juventud que espera y desespera tiene canales para expresar sus quejas y reclamaciones. Pero, con todo, no puedo resistir, al comprobar que sigue dándose una mocedad facultada y competente vagando por las colas del INEM, una pregunta para la que probablemente no exista respuesta: ¿Qué grado de favoritismo, recomendación o nepotismo sigue existiendo en los tribunales examinadores de empresas privadas e instituciones oficiales para que la vieja suspicacia campee entre nosotros? Saberlo sería un índice muy esclarecedor de la salud cívica y ética que le queda a este país, tan afectado por otras y más llamativas corrupciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario