lunes, 15 de noviembre de 2004

Carta abierta a la hija de Arafat (con motivo de la muerte del Rais)

Félix Población

Es muy probable que esta espontánea carta no llegue nunca a tus ojos, pequeña Zahwa, pero permíteme que te la escriba desde este rincón de la vieja España, en la lengua que antaño bebió de tu vieja cultura. Lo hago como desahogo de mi propia emoción ante la tuya y la de tu pueblo, zarandeado y oprimido por la Historia, esa veleidosa ciencia suscrita tantas veces según los azarosos criterios de los hombres.

El viejo Rais ha muerto y sólo a ti te corresponde por sangre y derecho saberte hija suya y compartir con todo un pueblo la paternidad que éste le ha otorgado para vivir por siempre en su memoria. Pocos hombres han gozado del privilegio de ese título en el dilatado devenir de las naciones. Que millones de palestinos lo hayan acordado al unísono, como una sola voz nunca acallada, debería bastar para que el juicio de los analistas internacionales no se dejara llevar tan sólo por los oscuros intereses que gobiernan el bando fuerte del viejo conflicto que desangra aquellas tierras.

En nombre de esos afanes primados por los dioses del Dinero, el Poder y el Dominio, y acicalados en las falsas leyendas de la Democracia y la Libertad, se han escrito y se escribirán muchas mentiras acerca de Arafat y Palestina. Las leemos y las escuchamos todos los días porque nuestra ubicación en el mapa está del otro lado, el occidental, más afecto a la órbita de los poderosos que a la de los oprimidos. Porque de lo que no cabe duda, a estas alturas de aquella terrorista contienda, es de la identidad de los más desfavorecidos y sufrientes. Lo son sobre todo quienes frente al rugir de los misiles lanzan piedras y frente al respaldo del poderoso imperio financiero americano sólo aspiran a la histórica y esencial razón de su existencia que les dé fe de vida: un lugar, una patria, un Estado.

Eso quiso tu padre, el Rais de Palestina. Y hubo de recurrir a la fuerza porque a la fuerza quisieron despojar de ese derecho a su pueblo. Portaba en sus manos -y así lo gritó al mundo en la Asamblea de la ONU- un fusil y una rama de olivo, pero nada ni nadie favoreció, después de varios lustros de lucha, que arrojase el primero para esgrimir tan sólo el símbolo de la paz. Por eso se le encerró en vida, se pretendió anular su voz y se le dejó morir en la Mukata de Ramala, en la desolación de las ruinas y bajo la rabiosa agresión de los tanques israelíes, carceleros de su último trayecto vital sin que nuestras civilizadas naciones fueran capaces de denunciar e impedir el martirio de un anciano que representaba democráticamente a su pueblo.

Apenas acaba de desaparecer y quien propició su muerte en vida, el reelecto presidente norteamericano, ha tenido la delicadeza de afirmar que está listo, en los próximos cuatro años, para invertir el capital de Estados Unidos en el establecimiento de un Estado palestino. De acuerdo con su tosca catadura, mister Bush no ha tenido siquiera la deferencia de guardar unos días de ceremonioso luto para proferir esa cínica presunción que nuestro refranero glosa con cruda llaneza: muerto el perro se acabó la rabia.

Algunos observadores han calificado con términos un tanto equívocos la muerte y el entierro de Yasser Arafat. Han hablado de final grotesco y caos absoluto, como si lo uno y lo otro se pudiera interpretar como descalificaciones hacia una comunidad que pretende gobernarse por sí misma. Lo que denotan esos análisis es, una vez más, el desconocimiento absoluto de un carácter y una idiosincrasia, la del pueblo palestino, capaz de enterrar a su Padre, que es el tuyo, con tan desbordada emoción como para que ésta y no los protocolarios honores funerarios fuera el único y mejor honor debido al anciano Rais.

Del caos de esa emoción se desprenden no sólo el cariño y reconocimiento hacia su líder, sino el derecho a una larga vida, soberana e independiente, para una comunidad que con semejante aval de sentimiento ha dado sobrada evidencia de encarnarlo. Tu pueblo, pequeña Zahwa, con quien compartes, por sangre y patria, paternidad y destino.

Que nadie os preste ese derecho por el que Arafat sembró su vida, una vida que en Zahwa comenzó (tu abuela) y contigo prosigue. Haz de ella un fruto de entereza en la dignidad de la lucha y en la consecución de una paz que sólo será discernible por la ecuanimidad de la justicia.

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