Félix Población
En esta pletórica y colmada sociedad de la información, donde la prensa escrita y los medios audiovisuales campan a sus anchas en aras de una pluralidad de contenidos que satisfaga las necesidades de mercado, extraña que la radio se haya olvidado de los niños. Para la radiodifusión española, ya sean las cinco cadenas convencionales de ámbito estatal, ya la concurrida red de emisoras locales en frecuencia modulada o la no menos múltiple oferta de radio musical para la mocedad en esa misma onda, los niños no existen.
Que yo sepa, no conozco un solo programa, ni siquiera como mero indicio testimonial, que los tenga en cuenta. Quizá de todos los colectivos sociales sean los niños los únicos que no merecen la más mínima atención en la programación radiofónica vigente. Consideradas las aptitudes del medio, es muy de lamentar que la audiencia infantil no tenga posibilidad de ejercer su escucha en ningún punto del dial. Quizá la razón obedezca a la exclusividad que la televisión ha ido ganando como escenario audiovisual de entretenimiento, pero eso no debería implicar que los niños se hayan quedado sin radio, como de hecho no se han quedado los adultos.
El lapsus, más bien, habría que achacarlo a un simple y deplorable olvido en el que parecen no haber reparado los gestores de la política mediática. Esa omisión, que podría ser interesadamente disculpable en las cadenas de propiedad privada, alegando quizá estrictas razones comerciales o la competidísima y mimética pugna que sostienen entre sí por los índices de audiencia, debería corregirse al menos en las emisoras de titularidad pública dependientes de RTVE.
Para quienes empezamos a crecer con la radio, cuando ya la televisión iniciaba su galopante conquista del ocio doméstico, no nos resulta difícil recordar la contribución que aquellos viejos receptores, instalados en el lugar más frecuentado de la casa, tuvieron en nuestro desarrollo. Era entonces la radio, sobre todo a las horas vespertinas y entrada ya la noche, antes de la cena, una cotidiana dependencia que nos mantenía con los oídos alerta a cuanto pudiera desprenderse de su escucha.
Por aquellos años, cada vez más desvaídos en las inevitables fugas de la memoria, siempre disponíamos los muchachos de un espacio que de una manera u otra espoleara nuestra imaginación o nos distrajera con las peripecias de unos personajes tan próximos y familiares como Matilde, Perico y Periquín, ineludible y siempre corta cita con la que, a través de la cadena SER, nos aprestábamos a ir a la cama.
Personalmente debo a la radio mis primeras inquietudes por la lectura. No sólo se limitaron estas a perseguir las aventuras del magnífico Coyote, el carismático héroe justiciero de José Mallorquí. Gracias a la radio empecé a leer también una obra que sin su concurso hubiera sido para mí poco menos que inaccesible. Los magníficos actores de la Sociedad Española de Radiodifusión hicieron posible que algunos Episodios Nacionales de Pérez Galdós alcanzaran un relevante interés que me llevó a frecuentar muy pronto las bibliotecas. Tengo incluso una cabal referencia de que buscando en los libros lo que la radio hacía bullir en mi imaginación, también fui mejorando mi capacidad para aprender a leer en voz alta con una cierta soltura. De ese modo llegué a considerarme un precoz radioadicto al que no sólo ningún programa recreativamente literario le era ajeno, sino cualquier otro que con carácter divulgativo se difundía través de las ondas.
Vienen estas ineludibles nostalgias a comentario porque mi hija, que está en esa fabulosa edad en que los libros empiezan a ser interpretados, suele darnos los viajes en coche escuchando una y otra vez las cintas grabadas de los viejos cuentos populares españoles que ahora se difunden en disco o casete. No hay divertimento que más le satisfaga ni al que preste mayor concentración. Cuando le digo que a su edad, en mi tiempo, era frecuente que los relatos y las novelas se dijeran por la radio, no entiende por qué a ella no le ha tocado una época tan estupenda y sí otra en que la facundia rabanera del cotilleo rosa o las lesiones del tendón rotuliano de los futbolistas mueven tanta saliva.
No le falta razón, aunque sólo sea en ese sentido. A los niños de hoy día les sobran ofertas lúdicas en esta sociedad sumida en el consumo de modas y manías sucesivas a golpe de febril mercadotecnia. Se los atiborra de jueguecitos de consola y demás menudencias electrónicas, pero les falta el intelectivo y enriquecedor hábito de la escucha.
La radio tiene en esa vertiente la gran exclusiva que antaño desempeñaron los cuentos del abuelo afincados en la tradición oral. Desde la radio, indiferente en la actualidad a ese compromiso, se podría seguir favoreciendo la aventura más trascendente que comporta la edad infantil: la de imaginar. Sin esa inclinación, la aventura que mejor la alimenta corre el peligro de convertirse en una costumbre tan minoritaria en los pequeños como es la de leer entre los adultos.
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