En un libro de extraordinaria lucidez, escrito hace veinte años por la profesora Teresa M. Vilarós y que acaba de reeditar por su indudable vigencia Siglo XXI (El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición española (1973-1993), se nos dice que el éxito de la dinámica de consenso, que dicen admiró al mundo para gloria de nuestra sacrosanta Transición, pagó sin embargo el precio de tener que enquistar la herida producida por la guerra española.
En ese periodo transicional, tal como señaló Gregorio Morán en su no menos recomendable libro sobre el mismo, se procesa el olvido, agujero negro que chupa, hace caer y encripta los desechos de nuestro pasado histórico, aquella nuestra historia maloliente que todos nos apresuramos a repudiar y que en gran parte todavía seguimos ocultando.
El llamado Valle de los Caídos, levantado en la Sierra de Guadarrama por el dictador y en donde encontró homenaje y acomodo post mortem Francisco Franco bajo una de las más grandes cruces de la cristiandad, ha permanecido entre nosotros tal cual durante más de cuarenta años, como si ese monumento residual del viejo régimen -erigido a los caídos por Dios y por España [su España]- siguiera formando parte del precio de aquella Transición.
Han tenido que pasar más de cuatro décadas para que el tercer presidente socialista se predisponga a que el Valle de Cuelgamuros sea por fin otra cosa, una vez sean desalojados los restos del general felón que se levantó en armas contra la segunda República para dar paso a una terrible guerra, que resolvió a su favor con el apoyo de Hitler y Mussolini, y a una larga y crudelísima represión. Eso debe traer consigo, además, el traslado de los restos de aquellos republicanos asesinados por las tropas golpistas y que sus familiares han reclamado por haber sido inhumados sin su consentimiento en la misma basílica que su verdugo.
El presidente Pedro Sánchez pretende cumplir los compromisos adquiridos en los años de oposición de su partido, atender peticiones de las asociaciones de víctimas del franquismo y asumir las recomendaciones de la ONU sobre el Valle de los Caídos. En este caso se trataría de convertir el lugar en un museo de la memoria, similar al que acoge en la actualidad la Escuela de Mecánica de la Armada Argentina (ESMA). Pendientes están también esas mismas recomendaciones de la ONU sobre los centenares de fosas comunes esparcidas por todo el territorio nacional.
Sería de celebrar que después de tantísimo y tan deplorable retraso, el nuevo gobierno no dilatara en exceso estas medidas y se pudieran acometer en el breve plazo de legislatura que nos queda, por si en la siguiente vuelve a ser imposible, caso de que Rivera se una al Partido Popular para montar un Arlington, sin reparar en la historia y en los presos republicanos que levantaron la basílica para gloria y ensalzamiento de la cruzada franquista.
Enlazando con la cita del libro de Vilarós, recurro aquí estos párrafos de un reciente artículo de Manuel Vicent en el diario El País: "Mientras los despojos del dictador permanezcan glorificados en el Valle de los Caídos y en cambio decenas de miles de fusilados durante la guerra duerman su tragedia en las cunetas, la conciencia nacional seguirá estando también podrida. Si durante sus Gobiernos con mayoría absoluta los socialistas no nos libraron de tan insoportable escarnio por falta de arrestos y exceso de componendas, el nuevo Gobierno socialista debe demostrar que está dispuesto a despejar el horizonte del futuro político dejando que el viento de la historia se lleve por delante el odio que genera ese panteón y que su siniestra memoria se diluya para siempre en el aroma de las jaras".
PS. Republico artículo publicado el 26 de julio de 2009 en este DdA y en el diario Público y que formará parte del libro de próxima aparición La memoria nombrada, editado por El viejo topo.
RATZINGER EN EL VALLE DE FRANCO
Hace
cincuenta años que la inmensa cruz del Valle de Cuelgamuros se alza
sobre la Sierra de Guadarrama “para perpetuar la memoria de los caídos
de nuestra gloriosa Cruzada”, según quedó escrito en el acta fundacional
del faraónico monumento ideado por Franco, a imagen y semejanza acaso
del monasterio que erigió Felipe II en la vecina localidad de El
Escorial. La obra, iniciada en 1940, duró casi cuatro lustros y su coste
total ascendió a más de 1.000 millones de pesetas de entonces,
equivalentes a casi 340 millones de euros de hoy, algo más de 56.000
millones de pesetas. Las cifras son especialmente sangrantes si se
considera la situación de miseria y extrema penuria que vivía el país.
Más
costosa habría sido la edificación del elefantiásico recinto -en cuyas
pilas bautismales podría bañarse Pau Gasol, según calcula José María
Calleja en su libro El Valle de los Caídos- de no haber contado la
dictadura franquista con una mano de obra forzada y sumamente barata.
Gracias al decreto de redención de penas por el trabajo, en torno a
20.000 presos republicanos intervinieron en las obras. Del pago
estipulado, 10,50 pesetas al día por trabajador, sólo llegaban a sus
manos 50 céntimos. Dos pesetas eran entregadas a la familia y una más
por cada hijo menor de 15 años. El resto quedaba a disposición del
Estado. Sólo tres de aquellos obreros viven actualmente y pueden
testimoniarlo.
A
ese régimen de semiesclavitud había que añadir las duras condiciones
climáticas del entorno, muy frías en invierno y demasiado calurosas en
verano, así como la carencia absoluta de medios tecnológicos para
verificar tareas tan laboriosas como horadar la roca sobre la que se
asiente el monumento, excavar la cripta con el riesgo de contraer
silicosis o arrostrar los peligrosos trabajos de altura en la gran cruz
que sirve de seña de identidad a la basílica. Todo, por un chusco de pan
y una lata de sardinas, o un plato de lentejas al día en el mejor de
los casos.
A
fin de ser catalogado el lugar como basílica, el régimen hubo de
solicitar permiso al Papa Juan XXIII, que lo concedió a cambio de que se
alterase el objetivo inicial para el cual fue concebido el monumento.
Ocurrió en 1959, una vez terminadas las obras, y la condición impuesta
por el pontífice fue que también se enterrasen allí los caídos por
defender la República, con la recomendación -eso sí- de que fuesen
católicos o al menos estuvieran bautizados.
De
los miles de víctimas republicanas no hay constancia alguna, pero sí de
los “caídos por Dios y por España (1936-1939)”. La memoria escrita de
los muertos en la Guerra Civil -se decía en un reportaje publicado en El
País hace un par de años- no merece en el Valle de Franco más que una
breve anotación contable en tres gruesos volúmenes. Se calcula que son
más de 50.000 los españoles enterrados y, posiblemente, como afirmaba el
reportero, ningún registro de víctimas haya merecido un descuido mayor
en cualquier otro lugar de Europa. Ese mismo descuido se le ha
dispensado al recinto, sobre cuyo régimen jurídico subsiste en la
actualidad un insólito vacío legal. Todos los gobiernos democráticos,
durante treinta años, se han limitado a omitir su significación. Sólo al
amparo de la llamada Ley de la Memoria Histórica se pudo “despolitizar”
el Valle para pasar a ser exclusivamente un lugar de culto católico.
Con todo, los turistas que visitan la basílica siguen recibiendo las
mismas explicaciones que hace varios decenios. “Fue construido -se dice
en los folletos- por iniciativa del anterior jefe de Estado, Francisco
Franco, como símbolo de paz y como última morada de las miles de
víctimas de la Guerra Civil Española (1936-1939)”.
Cuenta
Fernando Olmeda en su documentado libro El Valle de los Caídos: una
memoria de España que cuando Joseph Ratzinger visitó El Escorial en 1989
como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el hoy Papa
Benedicto XVI mostró su interés por personarse en la basílica, según
confesión del monje benedictino Anselmo Álvarez. Durante el par de horas
que permaneció allí, subió a la base de la cruz y pareció muy
impresionado por la grandiosidad y armonía del conjunto arquitectónico.
“La imagen vespertina de la sombra de la cruz proyectada sobre el suelo
da pie a Álvarez -relata Olmeda- a sugerir una idea a Ratzinger: Le dije
que el juicio final sería a la sombra de la cruz, y que el Valle de los
Caídos, como el valle de Josafat, parecía esperar ese día. Me contestó:
¡A ver qué trampa podemos hacer para conseguirlo!”. La cosa no quedó
ahí, pues alguien -se añade en el libro- llegó a plantear la idea de que
el lugar se convirtiera en centro de una nueva evangelización al que
peregrinaran los católicos europeos con el pontífice a la cabeza, algo
que a Ratzginger la pareció un excelente proyecto. El hoy pontífice,
afirma Olmeda, rezó en silencio e hizo la señal de la cruz ante la tumba
de Franco.
Auswitch
fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO como lugar de la
memoria, único destino digno que le cabe al actual Valle de Franco
cuando sean erradicados del lugar su sepulcro y el de José Antonio.
Benedicto XVI dijo en Auswitch hace tres años: “Sólo se puede guardar
silencio, un silencio que es un grito hacia Dios. ¿Por qué, Señor,
permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar esto?” En lugar de unas
reflexiones de similar cariz, a tono con la barbarie de una guerra civil
y una posguerra represora, Ratzinger recapacita en Cuelgamuros de muy
otra guisa. Sobre el mausoleo del dictador victorioso, gracias al apoyo
armado de Hitler y Mussolini, lo más seductor para el actual pontífice
era crear un centro de peregrinación al que acudiesen los católicos de
Europa, víctima de la vesania nazi, cuyo parlamento en Estrasburgo
condenó el franquismo.
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DdA, XIV/3884
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