Lidia Falcón
Cuando Artur Mas hizo del mantra “derecho a decidir” la consigna de
toda su política, sin que concretara a que decisión se refiere –la
ambigüedad siempre es buena para engañar a los demás–, consiguió que,
desde los partidos que se reclaman de izquierdas hasta una buena porción
de gente común, le siguieran. En definitiva, si se trata de que se
organice un referéndum y le pregunten a la ciudadanía –¿Qué?– siempre es
bueno poder opinar. Esta falsaria estrategia ha engañado a muchos,
incluidos buenos y progresistas amigos míos que creen, con todo
convencimiento, que un referéndum sobre la independencia se perdería sin
duda alguna. Y puede que así fuera, puesto que el griterío con el que
el Gobierno y sus secuaces ahogan toda otra opinión, apoyados por tantos
medios de comunicación convencidos o comprados, logra dar la impresión a
la ciudadanía de que en Catalunya no hay otra ideología ni pensamiento
que no sea el independentismo, cuando varios millones de catalanes no
nos sentimos motivados por semejante opción. Pero, en todo caso, lo que
se discutía hasta la semana pasada era si podríamos votar la opción
mejor que creyéramos para nuestra comunidad. Después ya no.
Desde que Artur Mas presentó su plan de gobierno hasta 2016 en el
que, con todo descaro, nos presenta la organización de una Catalunya
independiente. Desde la Justicia a la Seguridad Social, del tratamiento
fiscal a las infraestructuras, de la sanidad a la educación, de la
diplomacia exterior a la Policía y al Ejército, el Gobierno catalán ha
decidido que se constituye en Estado independiente del Estado español y
que se organiza según le parezca. Cobrará todos los tributos, montará
una Justicia separada en todas sus instancias, tendrá un Ministerio de
Asuntos Exteriores, una Seguridad Social propia, y hasta está
organizando un Ejército dedicado a la defensa de la patria catalana. Y
se acabó.
Sigue siendo un misterio para mí cómo los demás partidos le
consintieron al president semejante discurso. No ya porque fueran
antiindependentistas o centralistas, sino porque estaba estafando a todo
el pueblo al que había prometido un plebiscito en el que podría
pronunciarse.
Este sufrido pueblo sabe por experiencia propia que los gobernantes
suelen engañarle, aunque se lo consienta pasivamente, pero eso sucedía
hasta ahora siempre después de que se celebraban las elecciones, en cuya
campaña se les había prometido aquello que querían oír. Pero que mucho
antes de que se encuentre cerca la convocatoria electoral nos estén
explicando que ya han decidido lo que piensan hacer con un Gobierno
independiente, en esta misma legislatura, sin que se nos haya ni
consultado ni preguntado qué pensábamos de ese supuesto “derecho a
decidir”, es simplemente indecente.
Y que los demás representantes parlamentarios no se levantaran para
gritarle a Artur Mas que lo que estaba programando era un engaño a todos
los ciudadanos, puesto que nadie le había autorizado a considerarse
presidente de una Catalunya independiente, resulta para mí una de las
conductas más incomprensibles de los políticos actuales. Que tampoco los
comentaristas autorizados, esos que dictan ex cátedra el pensamiento
dominante de las diferentes líneas ideológicas que coexisten en la
ciudadanía, hayan remarcado esta estafa pública del president de la
Generalitat, será recordado por los futuros historiadores como la
irresponsabilidad de toda una generación de periodistas, políticos,
politólogos y vertebradores sociales.
El pueblo catalán, tan supuesto protagonista de esos proyectos como
sufrido receptor de los planes de Mas, tampoco ha chistado. Se supone su
existencia, pero más bien como el mobiliario de la finca de CiU y ERC,
que estos gobiernan a su antojo. Y ya se sabe que los muebles ni hablan
ni se mueven.
¿Qué está pasando en Catalunya? ¿Qué se ha hecho de aquella tradición
acuñada hace más de un siglo de rebeldía ante el poder, que situó a
Barcelona en el epicentro revolucionario de España, en la que las
organizaciones obreras, los intelectuales críticos, los anarquistas
idealistas, el movimiento feminista, la Universidad independiente y
luchadora, los escritores, los periodistas, los artistas, estaban en
primera línea de combate contra los excesos de la burguesía, de los
partidos de derechas y de un poder falsario y represor? Y no sólo en el
siglo XIX, cuando Engels decía que en Barcelona se hacían las mejores
barricadas de Europa y la ciudad se llamaba “la rosa roja del
Mediterráneo”, sino mucho después, en los convulsos años setenta y
ochenta del siglo XX. ¿Dónde están los dirigentes de los trabajadores,
los de los sindicatos, los de los partidos de izquierda, los profesores
universitarios, las feministas, los escritores, los periodistas no apesebrados?
¿Y qué está haciendo el PSC, ensimismado como el Demonio de Dante en el
fondo del Infierno que se ha construido él solito entre el hielo, con
sus vacilaciones y contradicciones diarias?
Mientras, este pueblo, al parecer conforme con los designios de su
mesiánico presidente, no sabe que el plan del Gobierno no sólo es
imposible por contravenir todas las normas legales, y no únicamente las
del odiado Estado español, sino incluso las propias de Cataluña, que
nunca el Estatuto que todavía rige –ni el proyecto inicial que aprobó el
Parlament– contiene semejantes planes, sino que se propone hundirlo aún
más en la pobreza y la corrupción.
Con una Agencia Tributaria propia, los catalanes verán inmediatamente
aumentados sus impuestos, puesto que hay que pagar la fiesta de la
independencia: justicia, seguridad social, infraestructuras, servicio
exterior, ejército. Planteando separar la justicia catalana de la española lo único que
se pretende es que el cortijo convergente decida todos los procesos de
corrupción que atenazan a una buena parte de los políticos de ese
partido. Si la última instancia judicial es el Tribunal Superior de
Justicia de Catalunya, que no tengan duda de que no sólo Pallerols y
Durán i Lleida andarán tranquilos por las Ramblas, exonerados de
ingresar en prisión, sino que le acompañarán Millet y Montull y Oriol
Pujol y todos los implicados en los innumerables casos de cohecho,
prevaricación, apropiación indebida, tráfico de influencias, que se han
destapado en los últimos años, estallando por su presión el humus de
podredumbre de las mafias de la política catalana. Nada mejor que ningún
juez “extranjero” venga a meter las narices en los asuntos de “casa
nostra”, término muy parecido al siciliano de “Cosa Nostra”.
Cuando la caja de la seguridad social se divida, que ni los enfermos
ni los jubilados catalanes crean que les tocará a más en demérito de los
andaluces o murcianos –ya que esta es la “solidaria” promesa que les
han hecho los gobernantes–, porque no es cierto el déficit fiscal que se
ha convertido en otro mantra de la ideología oficial, como han
demostrado últimamente numerosos economistas y profesores catalanes.
Algún año, por el contrario, Catalunya ha recibido más de lo que ha
entregado, y esos años los jubilados catalanes se enterarán de que el
Gobierno no tiene dinero para pagarle las pensiones.
Y que las mujeres abandonen toda esperanza. La primera medida que
tomó el gobierno de CiU cuando tomó el poder fue suprimir el
Observatorio de Violencia de Género. Si no hay dinero para eso, que no
sueñen con jardines de infancia, ayudas a la maternidad, cuotas para
participar en la política y en la economía. ¿Y qué será de la ley de
aborto en un país en que uno de los partidos gobernantes está dirigido
por el Opus?
Para qué hablar de lo que costará un servicio diplomático con
embajadas, aunque sólo sea en la mitad de los ciento noventa países que
pertenecen a la ONU, ¡y qué decir del delirante propósito de dotarse de
un Ejército propio! Otro más, cuando la izquierda lleva un siglo
luchando por acabar con el Ejército español.
¿Realmente todos los catalanes están de acuerdo con semejante
proyecto de gobierno? ¿Y lo aceptarán sin que ni siquiera se les haya
preguntado su opinión? En realidad lo que está defendiendo el Gobierno de Artur Mas no es el
publicitado “derecho a decidir” sino el derecho a la impunidad de sus
abusivos propósitos.
DdA, X/2.420
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