Hermes H. Benítez
University of Alberta
“Se puede descubrir la huella de Galileo en Roma por todas partes”.
El tercer y
más reciente episodio que relataremos y examinaremos finalmente aquí, se inició
con el anuncio oficial de la Iglesia, a principios del 2008, de que se
levantaría una estatua de Galileo, “de mármol y de tamaño natural en los
jardines vaticanos, muy cerca de la Casina del Papa Pío IV.” Por cierto, esto
no merecería ni siquiera ser anunciado públicamente, ni se comprendería su
verdadero significado y simbolismo, si no fuera porque aquella institución tiene
una larga y compleja historia de desencuentros con Galileo y la ciencia
moderna.
En realidad,
es sumamente expresivo del carácter de esta relación que a más de 350 años de
su condena por la Iglesia, no exista un solo monumento, o estatua, dedicadas a
Galileo en el Estado Pontificio, lo que, ciertamente, no es un hecho puramente
casual, sino el producto de una centenaria y premeditada política eclesiástica,
que se inició cuando, al morir Galileo en 1642, el Papa Urbano VIII se opuso a los deseos de Gran Duque de
Toscana, de que se erigiera un monumento sobre su tumba. En aquella ocasión
Urbano le dirá al embajador Niccolini: “Sería un mal ejemplo para el mundo si
se le confirieran tales honores a un hombre que fue llevado ante la Inquisición
por una opinión tan falsa y errónea, que comunicó a tantos, y que causó tan
gran escándalo a la cristiandad” (19). Tuvieron
que transcurrir casi cien años para que en 1734 el Santo Oficio autorizara,
finalmente, la construcción de un mausoleo,
en la Iglesia de la Santa Croce, en
el que fueran alojados los restos de Galileo, y donde aún se encuentran.
Pero el significado
subyacente al anuncio de la instalación de una estatua de Galileo en el
Vaticano no podía pasar inadvertido para quienes estuvieran al tanto de los
principales acontecimientos de aquel viejo drama. Porque, de haberse llegado a
materializar aquel proyecto, habría sido como si el científico toscano hubiera,
por fin, regresado simbólicamente a Roma, más de tres siglos y medio después de
haber sido condenado allí por la Iglesia católica, la que aunque fuera por
medio de un tardío gesto aparecería hoy como finalmente acogiendolo, y que en este acto se reconciliaba, de algún modo, también, con
la ciencia moderna.
Como puede
verse, el lugar en el que se pensaba ubicar la anunciada estatua no fue elegido
al azar, porque la Casina de Pío IV es hoy la sede de la institución que
aparece como patrocinante de aquella iniciativa: La Academia Pontifica de las Ciencias. Según la describen los curas
Artigas y Sánchez de Toca: “La Casina, antigua residencia privada de los Papas,
terminada en tiempos de Pío IV (1561-1563), es un conjunto de edificios de
diversas épocas situados en los jardines vaticanos, y fue destinada por Pío
XII, en 1922, como sede de la Academia de
los Nuevos Linces” (20).
En el
contexto de dicho retorno simbólico a
Roma, es necesario recordar aquí que, a lo largo de su vida, Galileo hizo un
total de seis viajes a la “Ciudad Eterna”, con tan largas estadías allí que al ser
sumadas sobrepasan los dieciocho meses, es decir, superan un año y medio. Relatemos,
brevemente, los principales motivos, hechos y consecuencias, de cada uno de
estos viajes.
Digamos, en
primer lugar, que a excepción del primer viaje, hecho por Galileo en 1587, a
los 23 años de edad, según el especialista Stillman Drake con el fin de buscar
apoyo para su postulación a la cátedra de matemáticas de la Universidad de
Bologna, todos ellos afectaron profundamente no solo la recepción, difusión y
destino de sus diferentes escritos, sino también de sus grandes descubrimientos
científicos, conjuntamente con su vida y reputación.
Veinticuatro años después de su primera visita emprende Galileo, en 1611,
su segundo viaje a Roma, con el fin de
mostrar su nuevo instrumento de observación astronómica y buscar la aprobación de
la Iglesia, en especial la de los jesuitas, a sus revolucionarios
descubrimientos; hechos, entre 1609 y 1610, con la ayuda de varios telescopios de su propia
fabricación. En esta oportunidad es aclamado por el Colegio Romano, y posteriormente
elegido miembro de la Accademia dei
Lincei, una de las primeras sociedades científicas, fundada por el Príncipe Cesi en 1603 (21).
En su tercer viaje, hecho entre 1615 y 1616,
Galileo visitó Roma con el propósito de responder a las acusaciones de herejía
hechas por sus enemigos y para impedir la supresión de la teoría copernicana
por parte de la Iglesia; lo que terminará en un completo fracaso, porque la
doctrina heliocéntrica será oficialmente prohibida por la Iglesia en 1616, al
tiempo que Galileo fue conminado por el
Cardenal Bellarmino, bajo orden del Papa Pablo V, a abandonar toda postulación,
o defensa, del copernicanismo.
En 1624 Galileo viaja a Roma por cuarta vez, para
rendir homenaje al Papa Urbano VIII, recién elegido, y para obtener la
revocación de la censura eclesiástica a la obra de Nicolás Copernico. Tiene
seis largas audiencias con el pontífice, quien le muestra una aparentemente
positiva disposición, pero no consigue la anulación formal del decreto de 1616.
En 1630 Galileo viajará a Roma por quinta vez, con el propósito de obtener el
permiso de impresión de su Magnum Opus, el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.
Pero será en el sexto y último de estos
viajes, el de 1633 ─que Galileo deberá emprender no por propia decisión sino
por una perentoria orden papal─ el que mayores efectos negativos tendría sobre
su obra y su persona, porque en esta oportunidad sería juzgado y condenado por
el Santo Oficio “de ser vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de
haber sostenido y creído que el Sol es el centro de Universo e inmovil y que la
Tierra no es el centro y se mueve”. De allí, entonces, el profundo significado
y simbolismo que se contenía en la iniciativa de que la Iglesia Católica de
Benedicto XVI hubiera decidido erigirle a Galileo una estatua en los jardines
vaticanos, y más precisamente junto a la sede de la Academia Pontificia de las
Ciencias.
Ahora bien, si se lee con algún conocimiento y
sentido crítico el texto del comunicado oficial en el que se hizo público aquel
anuncio, se evidencia con gran claridad la imagen que la Iglesia de hoy quiere
proyectar ante el mundo respecto a su
posición ante Galileo y la ciencia moderna. En realidad este comunicado es un
verdadero compendio de imposturas y falsedades acerca de algunos de los más
litigiosos aspectos del tristemente célebre “Caso Galileo”. He aquí el texto mediante el cual fue
difundido el anuncio:
LOS JARDINES VATICANOS LUCIRAN UNA ESTATUA DE
GALILEO GALILEI.
“La imagen del científico condenado por la
Inquisición y rehabilitado bajo el pontificado de Juan Pablo II será de mármol
y de estatura normal. Se trata de un homenaje de la Academia Pontificia de las Ciencias.
Una estatua de Galileo, el gran científico
condenado por la Inquisición por sus teorías heliocéntricas y rehabilitado bajo
el pontificado de Juan Pablo II, será erigida en los jardines del vaticano el
próximo año.
El monumento será levantado, se confirmó este
sábado en la Santa Sede, cerca de la Casina de Pío IV, sobre la colina que mira
hacia la cúpula de San Pedro. Será una estatua de mármol, de estatura natural.
Se trata de un proyecto impulsado por la Academia Pontificia de las Ciencias, para rendir homenaje a uno de sus miembros
más prestigiosos.
Galileo formaba parte de la Academia de los
Linces, antepasado del actual organismo científico de la Santa Sede.
“Será una nueva prueba de que la Iglesia no
tiene nada en contra de la ciencia”, se comentó en los ambientes de la curia.
Por el momento [sólo] falta el dinero para llevarlo a cabo” (22).
En primer
lugar, puede verse como ya desde su primera frase el comunicado contiene una
falsedad, porque, según lo vimos más arriba, Galileo no fue nunca efectivamente
rehabilitado por la Iglesia de Juan Pablo II, más allá de lo que ella haya informado
públicamente, o haya sido interpretado por la prensa de la época. Como hemos
visto, todo lo que la Iglesia llegó a conceder en aquella oportunidad fue un
cualificado “reconocimiento formal de error”, consistente en declarar que los
jueces de la Inquisición se aquivocaron
en 1633, al no haber sabido distinguir entre los dogmas de la fe cristiana y las afirmaciones de la cosmología
geocéntrica.
La frase
siguiente del comunicado es igualmente falsa y engañosa, porque en realidad
Galileo no perteneció nunca a la Academia
Pontificia de las Ciencias, sino a la Academia
de los Linces, fundada en 1603 por su amigo el Príncipe Federico Cesi,
Marquéz de Montichelli (1585-1630), cuando apenas tenía 18 años de edad, y de
la que Galileo fue hecho miembro en 1611, como ya indicamos. Dos de los más importantes escritos de
Galileo: sus Cartas Sobre las Manchas
Solares (1613), y El Ensayador
(1623), fueron publicados bajos los auspicios de la Academia de los Linces, la que apoyó sin condiciones a su autor en su batalla en
contra de la autoridad de la Iglesia. Y de no ser por el prematuro fallecimiento
de Cesi en 1630, la academia hubiera incluso publicado y auspiciado la obra que
precipitó su condena, los Diálogos sobre
los dos máximos sistemas del mundo ptolomeico y copernicano, publicados en
1632.
Al fallecer
su fundador y patrono, la Academia de los
Linces se disolverá. Más de dos siglos después, en 1847, el papa Pío IX
tomará el nombre de aquella sociedad científica renacentista y aparecerá como
refundándola bajo la denominación de
Academia Pontificia de los Nuevos Linces. Posteriormente, en 1936, esta sociedad
será rebautizada por el papa Pío XI, con el actual nombre de Academia Pontificia de las Ciencias.
Por mucho
tiempo la Iglesia ha venido afirmando que existiría una continuidad doctrinal e
histórica entre La Academia de los Linces
y aquellas academias refundadas, o rebautizadas, por los referidos Papas.Tal
como se expresa, por ejemplo, en el discurso de la reunión inaugural del año
académico 1941-1942 de la Pontificia
Academia de las Ciencias, leído por su presidente, el ya mencionado Agostino
Gemelli, en presencia del Papa Pío XII:
“Permítaseme
recordar algunos datos factuales, aunque la audiencia bien pudiera acordarse de
ellos. Es sabido por los estudiosos que a comienzos del siglo XVII el romano Federico
Cesi, como consecuencia del gran interés sentido en todas partes por las
ciencias naturales, y junto con otros igualmente energéticos jóvenes…. fundaron aquí en Roma la Academia de los Linces con el fin de promover la investigación en
las ciencias naturales, y la pusieron bajo la protección de San Juan el
Evangelista…. Nuestra Pontificia Academia
de las Ciencias es la descendiente
directa y legítima continuadora de aquella antigua academia, como el finado Papa
Pío XI recordó en su motu propio del
28 de octubre de 1936, que él revivió bajo el título actual de Pontificia Academia de las Ciencias (23).
Pero si nos
atenemos a los hechos históricos reales, no encontramos que exista ni la sombra
de una continuidad, doctrinal o filosófica, entre estas dos academias católicas
y la academia fundada por el Príncipe Cesi en 1603, dado que esta última se
constituyó en clara oposición tanto a la filosofía natural de Aristóteles como
a la dogmática de los escolásticos. Como lo señala el estudioso español Antonio
Beltrán Marí, la Accademia dei Lincei
tuvo desde su fundación un carácter manifiestamente laico, y se creó “como
alternative a la política cultural de los jesuitas, cuya normativa interna
defendía explicitamente el criterio de autoridad y exigía fidelidad a la
filosofía aristotélica” (24).
De manera
que al afirmarse en el comunicado, que la Academia
Pontificia de las Ciencias estaría “rindiendo homenaje a uno de sus
miembros más prestigiosos, esto es, a Galileo, lo que se hace es arrojar un
manto de confusión sobre las verdaderas relaciones entre el científico toscano
y la Iglesia católica del siglo XVII, induciendo así la idea de que estas
habrían tenido un carácter fundamentalmente
no conflictivo y amistoso. Lo cierto es que las relaciones amistosas de
Galileo con el Papa Paulo V, terminaron
en 1616, al condenar la Iglesia la doctrina copernicana; al tiempo que el
Cardenal Bellarmino, por orden del Papa, le comunicó a Galileo que a partir de
ese momento se le prohibía enseñar o defender dicha teoría, tanto de palabra
como por escrito. En 1633, cuando la Iglesia condena a Galileo, hacía ya 10
años que el cardenal Barberini había sido elegido Papa, adoptando el nombre de
Urbano VIII, con quien el científico tuvo inicialmente una muy buena relación,
pero esta se tornaría en su opuesto luego de la publicación de los Diáogos sobre los dos máximos sistemas, entre otras razones
porque el Papa llegaría a creer que en dicha obra Galileo había ridiculizado su
posición ante la doctrina copernicana, al ponerla en boca del aristotélico Simplicio, defensor de la ciencia y
la cosmología tradicionales, uno de los
personajes de aquella obra, cuyo nombre evocaba a un simplón y un duro de mollera.
Por último,
la frase con la que se pone cierre el comunicado vaticano delata la intención subyacente
a todo este curioso y finalmente frustrado intento de relaciones públicas, es
decir, mostrar ante la faz del mundo que la Iglesia “no tiene nada en contra de
Galileo”, y por implicación tampoco en contra de la ciencia en general. La
pregunta que se plantea aquí por sí sola es obvia: ¿por qué esta institución
tendría interés de convencernos tan tardíamente de tal cosa?
La Iglesia echa pie atrás
Casi un año
después de haberse hecho pública la decisión de la Iglesia de instalar una
estatua de Galileo en el Vaticano, Monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura,
declarará, ante la sorpresa general de los asistentes a la conferencia de
prensa citada en Roma el día 30 de enero de 2009, que la anunciada estatua de
Galileo ya no sería eregida en los jardines vaticanos, ni en parte alguna del
Estado Pontificio.
“Efectivamente [comentó el representante de la Iglesia], existía un proyecto de estatua, pero
finalmente se decidió archivarlo. Los fondos [originalmente destinados para
esto] servirán [ahora] para financiar institutos que se dedican
al estudio de la ciencia y la filosofía”.
Como es
manifiesto, Monseñor Ravasi no ha dado aquí una verdadera explicación. Porque
decir que se ha cambiado de opinión respecto de aquel proyecto no nos explica
en realidad nada, al tiempo que se evita responder a la pregunta verdaderamente
importante, que es: ¿cuáles habrían sido las razones que hicieron que la
Iglesia de Benedicto XVI decidiera “archivar” una iniciativa anunciada con
bombos y platillos un año antes, como una demostración de la positiva
disposición de Roma hacia Galileo? Esta es, por cierto, una pregunta cuya
verdadera respuesta nunca será dada a conocer por la Iglesia, pero lo hace a
uno pensar que aquí hay algo que se quiso ocultar.
Desde la
prensa Italiana trascendieron dos pseudo-explicaciones de aquel cambio de opinión
que son igualmente evasivas e insuficientes. La primera es que la Sociedad Aeroespacial Finmmecanica, que se había ofrecido para
financiar los costos de la estatua y su instalación, decidió cancelar el
proyecto. Pero tampoco se nos informa por qué razones aquella empresa habría adoptado
aquella nueva decisión. La segunda pseudo-explicación es que según el periódico
Il Giornale, la razón para desechar
aquella iniciativa original fue que ella “podría alterar el paisaje de los
jardines de la Casina de Pío IV”. A lo que podría replicarse, también, por
medio de dos simples preguntas: 1. ¿Por qué esto no fue considerado antes por
los encargados del proyecto? 2. Pero si se cree, o se toma como excusa, que la
estatua de Galileo pudiera echar a perder el paisaje de aquellos inmáculos
jardines, ¿no podría ser instalada ella en otro lugar del Vaticano, dentro o
fuera de sus masivos muros?
La verdad del
asunto es que aunque se lo quiera ocultar tras declaraciones puramente
evasivas, lo que la Iglesia de Benedicto XVI ha hecho es cambiar de parecer respecto
de aquel sumamente tardío gesto hacia Galileo y su obra. No se trata, por
cierto, que esta vieja institución haya modificado su opinión hacia el
científico toscano, la que como hemos visto se ha mantenido esencialmente
invariable desde el siglo XVII, sino que ella ha echado pie atrás ante su
aparentemente precipitada decisión original de honrar, siquiera con un gesto
simbólico, a quien condenó en 1633, junto con prohibir la publicación de su
obra máxima, y al que ha venido repudiando y combatiendo, abierta o
solapadamente, ya por más de 350 años.
En
realidad, esta inesperada reversión de la decisión inicial de la Iglesia de
levantarle una estatua a Galileo no debiera sorprendernos, porque durante el
pontificado de Benedicto XVI se ha venido manifestando, de diversas formas y en
diversos contextos, un retorno a posiciones que, por lo menos en el plano
discursivo, parecían superadas, en lo referente a la teoría darwinista, y a la
cosmología del Big Bang. Pero, además, como lo ponen de manifiesto los
episodios descritos brevemente más arriba, por mucho tiempo en la Iglesia
católica se viene manifestando una suerte de tensión interna entre sus sectores
minoritarios más progresistas y sus sectores dominantes más conservadores.
De allí que
se haya dado una secuencia de hechos muy semejante, en el así llamado
“Escándalo Paschini”, en aquel ejercicio de engaño y relaciones públicas
tendenciosamente denominado como la “Rehabilitación de Galileo”, así como en el
anuncio del 2008 de que se eregiría una estatua de Galileo en el Vaticano, que
de haber llegado a materializarse al año siguiente, se hubiera anticipado en
apenas unos meses a la celebración de los 400 años del primer uso científico
del telescopio, por Galileo.
Como puede
verse, en estos tres casos la proximidad de alguna fecha histórica de la vida
de Galileo, o de algún importante acontecimiento de la Iglesia, puso en
movimiento a miembros de los sectores más abiertos y progresistas de su
intelectualidad, quienes buscan ponerla a día en lo que dice relación a su
conducta y posicionamiento ante la ciencia y la modernidad. Pero como ha
ocurrido otras veces, ante aquellos intentos de reacomodación y aggiornamento se movilizaron de
inmediato las viejas fuerzas conservadoras y fundamentalistas de la Iglesia,
que ven todo cambio como una amenaza, real o potencial, a su concepción
medieval del mundo y del hombre, de la filosofía y de la ciencia, a la que se
aferran como a una última tabla de salvación histórica, en un mundo occidental
casi enteramente secular y penetrado hasta la raíz por la ciencia, la técnica,
y las preocupaciones materiales de la existencia.
Tal como lo
han puesto en evidencia los tres episodios aquí examinados, el patrón de
conducta de la Iglesia católica hacia Galileo y la ciencia moderna no ha
variado en lo esencial desde 1616, año de condenación y prohibición de la teoría
heliocéntrica, o copernicana, por parte de esta institución. De allí la
superficialidad de interpretaciones como la del escritor Arthur Koestler (y sus
seguidores contemporáneos), para quienes el conflicto entre Galileo y la
Iglesia no habría sido otra cosa que la consecuencia desafortunada de “un
choque de temperamentos individuales, agravados por desdichadas circunstancias”
(25), y
por tanto algo completamente aleatorio y evitable. Pero según lo hemos mostrado,
a pesar de que a lo largo del tiempo los actores principales de aquel drama,
así como las personalidades involucradas en él, fueron cambiando, conjuntamente
con las circunstancias históricas dentro de las cuales se manifestó el
conflicto, la Iglesia se ha mantenido empecinadamente en la misma actitud
fundamentalista y antigalileana hasta el día de hoy.
Pero, paradojalmente,
la conclusión más importante que puede extraerse del examen de los tres
episodios aquí examinados es que en cada uno de ellos la doble y contradictoria
actitud de la Iglesia –que por un lado afirma tener una actitud positiva hacia
Galileo, mientras que por el otro su conducta muestra lo contrario─ ha
confirmado precisamente aquello que ella ha venido negando por siglos, esto es,
que haya existido en Occidente, a partir del siglo XVII, un efectivo conflicto
entre la religión y la ciencia. O para decirlo de modo más preciso, entre la
Iglesia Católica y la ciencia moderna. Puesto que si este conflicto no hubiera
existido, constituiría un misterio absolutamente inexplicable que, más de tres
siglos y medio después de la condena de Galileo, dicha institución continúe
luchando contra su fantasma, ya sea que estos tardíos combates adopten la forma
de la publicación de un libro conmemorativo, la de una supuesta rehabilización
del científico toscano, o del levantamiento frustrado de una estatua suya en
los impecables jardines vaticanos.
Notas a los tres artículos publicados
en los tres últimos números de DdA (anteayer, ayer y hoy):
en los tres últimos números de DdA (anteayer, ayer y hoy):
1. Según Finocchiaro, el más importante
especialista norteamericano en la vida y obra de Galileo: “… una bibliografía
comprensiva [del affair Galileo] listaría alrededor de 2.500
entradas”. Véase: Maurice Finocchiaro, Retrying Galileo. 1633-1992, Berkeley:
University of California Press, 2005, prefacio, pág. X.
2. El pontificado de Pío XII se sitúa entre el 2
de marzo de 1939 y el 9 de octubre de 1958; el de Juan Pablo II entre el 16 de
octubre de 1978 y el 2 de abril de 2005, mientras que el de Benedicto XVI, se inicia el 19 de abril de 2005, y concluye con su renuncia el 28 de febrero
de 2013.
3. Richard Blackwell, Could there
be another Galileo Case? En The Cambridge Companion to Galileo,
Cambridge: Cambridge University Press, 1998, pág. 362.
4. Maurice Finocchiaro, Op. Cit., pág. 321.
Puede leerse On line la totalidad del
extenso capítulo 16, dedicado al “Escándalo Paschini”, de este importante
libro, en traducción nuestra, en la Revista
Galileo, Textos G, http://galileo.fcien.edu.uy
5. De acuerdo con el derecho canónico (Canon
246), todos los pronunciamientos de ortodoxia teológica caen bajo la
juridicción del Santo Oficio, la antigua Inquisición Romana. En cuanto a la censura, el canon 1386.1 establece que a ningún miembro de la curia le
será permitido publicar un libro, editarlo o colaborar en un periódico,
revista, magazine o reseña, sin permiso del Obispo local.
6. Richard Blackwell, Art. Cit., pág.
364. A pesar de que la
falsificación del libro de Paschini es
un hecho establecido, hasta el día de hoy los defensores intelectuales de la
Iglesia siguen presentando en sus escritos una imagen edulcolorada y falsa de la
dolosa intervención de Lamalle en su publicación. He aquí un ejemplo
relativamente reciente, que hemos encontrado en el libro del jesuita alemán Walter
Brandmüller, titulado Galileo y la
Iglesia, Madrid, Ediciones Rialp, 1992, pág. 22: “Una confrontación del
libro editado [la Vita e Opere di Galileo Galilei] con los originales manuscritos por Paschini
puso de manifiesto que el editor de la obra había introducido modificaciones
en, aproximadamente, cien lugares del texto. Se había hecho necesario acomodar el relato al estado de la cuestión en
1964, con lo que sin duda la obra ganó rigor. El editor, además, no pudo
resistir la tentación de suavizar algunos juicios, poco favorables, vertidos
por Paschini sobre los jesuitas y la
curia”. Subrayados nuestros.
7. Antonio
Beltrán Marí, Talento y Poder, Historia
de las relaciones entre Galileo y la Iglesia Católica, Pamplona, Editorial
Laetoli, 2006, págs 766-767.
8. He aquí un par de ejemplos: La Nación, de Santiago, del 31 de
octubre de 1992, titulaba así el artículo de Jorge Piña, su corresponsal en
Roma: “Rehabilitado Galileo Galilei”; mientras en el otro extremo del
continente la revista canadiense Macleans,
del 8 de noviembre de aquel mismo año, informaba en una de sus páginas
interiores, de manera casi telegráfica: “Rehabilitated: Sevententh century
Italian astronomer, physicist and
matematician Galileo, by the Vatican Pontificial Academy of Sciences”.
9. Véase: H.H.
Benítez, El mito de la rehabilitación de Galileo, Revista Atenea, Universidad de Concepción, Chile, 1998, No. 477, pág. 16. Destacado nuestro.
10. H.H. Benítez, Art. Cit., pág. 16.
11. H.H. Benítez, Art. Cit., pág. 17. Destacado nuestro.
12. H.H.
Benítez, Art. Cit., pág. 17.
13. En la
principal nación “protestante” la reacción de los medios fue, por cierto,
diferente. La prensa norteamericana recibió la noticia del 31 de octubre con
indisimulada hostilidad, tal como lo expresan sus irónicos titulares. Por
ejemplo, el New York Times titulaba:
“Después de 350 años El Vaticano dice
que Galileo tenía razón: se mueve”.
Mientras que en la primera plana del periódico Los Angeles Times podía leerse: “Es oficial, la Tierra gira en torno al Sol, Incluso para El Vaticano”.
Referidos por James Reston Jr., en su
biografía del científico toscano, titulada:
Galileo. A Life, New York, Harper/Collins, 1994, pág. 284.
14. Todas las citas del Informe Final han sido
hechas a partir de su versión vaticana oficial en Inglés, publicada bajo el
título de Galileo: Report on Papal Commission Findings,
entre las páginas 374 y 375 de la revista católica norteamericana Origins, del 12 de noviembre de 1992,
Vol. 22, No. 22.
15. H.H. Benítez, Art. Cit., pág. 19.
16. Beltrán Marí, Op. Cit., pág.
246. Destacados nuestros.
17. El verdadero motivo de la publicación de la obra de Galileo bajo el Papa
Benedicto XIV no fue una reacción de la Iglesia ante supuestas pruebas físicas
del copernicanismo aún inexistentes, sino el efecto del impacto de la aparición
en 1687 de la primera edición de los Principios
Matemáticos de Filosofía Natural, de Isaac Newton. Obra que vino a coronar,
confirmar y elevar a su máxima expresión la tradición astronómica y física de
Copernico, Kepler y Galileo. Ello muestra, una vez más, no el “reconocimiento
implícito” de la verdad de copernicanismo por parte de Roma, sino su empecinada
negativa a aceptar como verdadero aquello que a partir de Newton todo
científico que se respetara consideraba como tal.
18. Ludovico Geymonat, Galileo
Galilei, New York: McGraw-Hill, 1965, pág. 225. El apéndice de Giorgio de Santillana no aparece en la versión castellana
de este libro, publicado en 1969 por Editorial Península, de Barcelona.
(*) Nota para Sebastián Jans: La
derivación de la palabra “conservadurismo” a partir de “conservador”,
legitimada por la Academia Española de la Lengua, nos parece bárbara e incorrecta.
Creo que deberíamos seguir el ejemplo de la lengua inglesa, que de conservative deriva conservatism.
19. Véase: ¿Rehabilitó la Iglesia
Católica a Galileo en 1992? Revista Occidente, Año L, No. 352, pág. 122.
20. Mariano Artigas y Melchor
Sánchez de Toca, Galileo y El Vaticano,
Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2008, pág. 88.
21. Aunque comúnmente se cree que la Academia de los Linces habría sido la
primera sociedad científica renacentista, en realidad esto no es efectivo,
porque su creación fue posterior en más de cuarenta años a la de la Academia Secretorum Naturalis (llamada
en Italiano Accademia dei Segreti),
que fuera fundada en Nápoles, en el año 1560, por Giambattista della Porta.
Significativamente, esta pionera sociedad científica fue clausurada por la
Inquisición circa 1578.
22. Para el
texto del comunicado oficial, puede verse, vía Internet, el periódico
electrónico católico Valores Religiosos, del día 12 de marzo de 2008.
(12/3/2008)
23. Maurice
Finocchiaro, Op. Cit., pág. 276.
24. Beltrán
Marí, Op. Cit., pág. 137.
25. Véase: Arthur Koestler, Los sonámbulos. Historia de la cambiante visión del hombre. Citamos de la edición inglesa original: The Sleepwalkers. History of Man`s changing
visión of the Universe, Middlesex, Penguin Books, 1977, pág. 432. Aunque la interpretación de Koestler se refiere,
evidentemente, al affair Galileo original
(1613-1633), no cabe duda que también puede ser aplicada al affair Galileo subsecuente (1633-1992),
para emplear aquí la útil distinción introducida por el profesor Finocchiaro
DdA, IX/2353
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