domingo, 9 de noviembre de 2025

PROMETEO LIBERADO MANDARÍA AL ODIO Y LA OPRESIÓN AL BASURERO DE LA HISTORIA

 A la espera del próximo, que pronto saldrá a la calle,  el último libro del escritor zamorano Antonio Monterrubio se titula como uno de los artículos que incluye, La primavera y el titán, artículo que por amabilidad del autor publicamos a continuación, recomendando a quienes se interesen por su contenido la lectura completa del libro, editado el año pasado por Marciano Sonoro. "La liberación de Prometeo marcaría el comienzo -según Monterrubio- de un tiempo áureo presidido por el amor y la belleza, y mandaría al basurero de la historia una era de odio y opresión. La curiosa cerrazón de algunos con el Titán tiene poco que ver con el mito y sus secuelas, y mucho con los prejuicios contra la Ciencia que ellos albergan. No es la ciencia, ni tampoco la técnica, quienes destruyen la naturaleza; es su usurpación para un uso sesgado y maligno al servicio de unos intereses políticos y económicos muy concretos. No es Prometeo el enemigo de la Naturaleza, sino Mammón –traducido a términos contemporáneos, el Capital–, o más bien el ansia de acumulación ilimitada de riqueza".


Antonio Monterrubio          

En el momento por alegres prados
retozan los ganados encendidos,
y atraviesan la rápida corriente:
prendidos del hechizo de tus gracias
mueren todos los seres por seguirte
[…] en los mares y en las sierras
y en los bosques frondosos de las aves,
y en medio de los ríos desbordados
y en medio de los campos que verdecen,
el blando amor metiendo por sus pechos,
haces que las especies se propaguen.
Así invoca Lucrecio a Venus, en el proemio de La naturaleza de las cosas, a la vez que evoca la llegada de la primavera, impulsada por su amable gobierno. Vivía aún la civilización sus tiempos juveniles. Natura mostraba su rostro más encantador al pensador epicúreo, que lo celebraba en versos deslumbrantes. La historia siguió su curso, y en 1962 la Primavera silenciosa de Rachel Carson puso sobre la mesa algunas cuestiones preocupantes que no tardaron en hacerse acuciantes. Se denunciaban allí los efectos nocivos de los pesticidas, en particular el omnipresente DDT, en el medio ambiente y los seres vivos, amén de la contaminación provocada por una industria química fuera de control.
Un extraño agostamiento se extendió por la comarca y todo empezó a cambiar. Algún maleficio se había adueñado del lugar; misteriosas enfermedades destruyeron las aves de corral, los ovinos y las cabras enflaquecieron y murieron. Por todas partes se extendió una sombra de muerte.
Ninguneado por quienes deberían habérselo tomado en serio, el libro acabaría convirtiéndose en un clásico del movimiento ecologista. Desde esa fecha, la estación de los amores no solo ha perseverado en su mutismo, sino que está en vías de disipación. Un tórrido verano le va comiendo algunos días cada año, una más de las secuelas del calentamiento global. Asistimos consternados a la desaparición de bosques y selvas, la pérdida acelerada de biodiversidad, el aumento del nivel del mar o los fenómenos meteorológicos extremos de repetición. Un cambio climático antropogénico avanza delante de nuestras narices. Esa catástrofe ecológica de alto voltaje está íntimamente ligada a un modo de vida claramente equivocado. Solamente podrá ser atajada, en el mejor de los casos, o remendada en los demás, si lo sustituimos por otro que permita una coexistencia pacífica entre humanos y naturaleza. Es una tarea que debe acometerse ya y en múltiples frentes pues, citando a Jon Snow en Juego de Tronos, «solo hay una guerra que importe: la gran guerra. Y ya está aquí». Ayer ya era demasiado tarde.
Enunciemos algunas de las nuevas plagas: devastadoras inundaciones, incendios de sexta generación, sequías de proporciones bíblicas, desertización, hambrunas, migraciones climáticas. Contemplemos un paisaje donde pululan gigantescos vertederos de basura textil o electrónica, de momento bien lejos del irresponsable mundo desarrollado, aunque todo se andará. Vayámonos acostumbrando a una cada vez más grave vulnerabilidad sanitaria. Infecciones novedosas, alergias de estreno, tóxicos de mil colores y olores. Y su letalidad crecerá y se multiplicará por obra y gracia de la privatización progresiva de los servicios sanitarios públicos.
Las causas del desorden planetario están bien establecidas. La propia ONU las tiene perfectamente catalogadas. La fundamental es el uso masivo de combustibles fósiles exigido por la generación de electricidad y calor para las fábricas, comercios y hogares, la industria y el sector manufacturero o el transporte de personas y mercancías. La tala de bosques so pretexto de crear granjas o áreas de pastos, un agrobusiness solo atento al beneficio rápido o el derroche de energía, alimentos, ropa, plásticos o electrónica elevado a cotas delirantes ayudan a completar el cuadro. Seguimos enviando a la atmósfera cantidades ingentes de gases de efecto invernadero. Es la codicia productora y consumista, presidida por el omnipotente dios Dinero en sus diversas advocaciones, lo que está alimentando estos fenómenos extremos y destruyendo el equilibrio ecológico del planeta. Y si aún afinamos más, veremos latir en el fondo del crisol de la emergencia climática la infelicidad del ser humano, su insatisfacción y frustración. Pues el crecimiento a ultranza y la fiebre dilapidadora no solo son incapaces de paliarlas, sino que contribuyen a que su fuego se avive.
Nuestra Tierra se sigue deteriorando mientras se esgrimen las coartadas de rigor: los necesarios puestos de trabajo, el aumento del PIB o el mantenimiento del nivel de vida, ya que no de su calidad. Pero la realidad es la que es. Así describía Woody Guthrie su experiencia personal en la novela Bound for glory, publicada en 1943:
El petróleo se acumulaba tanto sobre los ríos que los peces no podían coger el aire que les hacía falta. Murieron a montones cerca de las orillas. La maleza se puso gris y marrón y no volvió a crecer nunca más por allí. Las hierbas tiernas desaparecieron […] los arbustos secos aguantaron más tiempo, […] como si intentasen contener el aliento y resistir esperando […] que el petróleo se marchase, que todo pudiera respirar otra vez. Pero el petróleo no se fue. Se quedó. La hierba, los árboles y los arbustos murieron.
Con petróleo o sin él de por medio, vemos repetidas cada dos por tres imágenes similares en los noticieros televisivos sin otorgarles mayor relevancia. Nos estamos habituando al Apocalipsis. La supervivencia de nuestra especie, incluso la continuidad de la vida en la Tierra, dependen de un equilibrio que se ha roto hace décadas. Si seguimos por ese camino, no tendremos más remedio que, como la protagonista de Mi vida sin mí de Isabel Coixet, empezar a imaginar nuestro planeta sin nosotros. Convendría grabar en las mentes y revisar con frecuencia aquella máxima famosa: «La tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos». Atribuida por unos al jefe Seattle, considerada por otros un antiguo proverbio indio o hasta una invención del movimiento ecologista en los primeros setenta, su valor de verdad es en cualquier caso muy elevado. Mientras Las cuatro estaciones de Vivaldi están a punto de perder su concierto más popular, el negacionismo climático y su tolerancia mediática se extienden cual mancha de chapapote. Son solo una muestra de la política del avestruz que amenaza con arruinar la paciencia de Gaia.
Si queremos que Natura nos siga permitiendo tratarla como una amiga a la que conocemos y que nos conoce, debemos mimar el recuerdo de tiempos y lugares más felices.
Allí donde el ave estuvo antes de su vuelo,
allí donde la flor estuvo antes de brotar,
allí donde ave y flor fueron uno y lo mismo.
Y es esa la razón de que yo sepa
por qué la flor tiene su aroma, el ave su canción.
[…] No, allí no habité en vano,
Ni en vano escuché toda la noche.
En los años 2013 y 2014 se catalogaron un total de 69 406 autores de artículos de investigación revisados por pares, es decir, con garantías, abordando el tema del cambio climático. Solamente 4 refutaban su carácter antropogénico. Eso representa menos del 0'006 %. Sin embargo, el negacionismo climático, al igual que el sanitario o el científico en general, tiene una repercusión desproporcionadamente superior. El fundamentalismo neoliberal, la ignorancia ultraconservadora y la desidia posmoderna coinciden en el rechazo u ocultación de argumentos incontestables.
La Estulticia se revuelca de risa en su trono forrado de billetes. Se ha convertido a buena parte del público en adicto a la manipulación. Comulgan a pies juntillas con bulos fabricados por motivaciones políticas o económicas. Y, lejos de rechistar, están deseando recibir crecientes raciones de carnaza. Son subyugados por el cebo, pero también por el anzuelo. Para ellos, la realidad, la razón, la lógica y, desde luego, la verdad son entelequias que únicamente interesan a débiles y buenistas. Cuando se alcanzan mayorías absolutas sin presentar la más mínima propuesta o sin hablar de las políticas practicadas, cualquier cosa es posible. Y no es lícito que quienes viven de mentir a troche y moche o de permitir que otros lo hagan vengan a quejarse de la credulidad de las masas. Pues la fe ciega en que la COVID-19 es un invento, las vacunas inyectan microchips y los chemtrails existen, pero no el cambio climático, no exige una suspensión de la incredulidad mayor que tragarse las barbaridades sobre el gobierno de izquierda, sus ministros y directores generales o los partidos que lo sustentan.
Adulterar la verdad, secuestrarla o sustituirla por una bulocracia autoritaria supone un brutal atentado no ya a la higiene intelectual, sino a la ética más elemental. Razón y ética no son disociables. Si se ignora la segunda, la primera se tambalea. Los medios de comunicación y el complejo entramado digital han derivado en una industria del engaño, en mercaderes del embuste. Y su escogida clientela simula que es libre al tiempo que sigue dócilmente a sus amos, correa al cuello. Fingen que están despiertos en tanto se pierden en un profundo sopor, aparentan vivir cuando vegetan en la apatía y la indiferencia, reivindican el orden mientras chapotean en el caos mental más absoluto.
Curiosamente, muchos de los que se revuelven contra los avisos y alarmas que la ciencia emite albergan a la vez la esperanza de que los salve milagrosamente de la catástrofe. Esta disonancia cognitiva revela que sus posturas irracionales son indicio de personalidades narcisistas. Impugnan la realidad empíricamente verificable y verificada con tal de evitar confrontarse a lo molesto y desagradable. Dan la espalda a la verdad exigente para refugiarse en los brazos de mentiras confortables y acomodaticias. Pero la máquina de negar no se mantiene en marcha por sí sola. Necesita ser alimentada por un motor –de combustión interna a base de carburantes fósiles–: los intereses industriales y las políticas neoliberales que los defienden a capa y espada. Son ellos quienes patrocinan la oposición cerrada a medidas tan básicas como una genuina regulación universal de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Voluntariamente o no, se tiende a desacreditar y, en el fondo, anular uno de los mayores logros de la Ilustración: la separación entre Ciencia y Religión. Volvemos a días en los que el Dogma, ahora más seglar aunque no menos penoso, pretendía aprisionar en sus garras a la Verdad. En nombre de los gustos del público o incluso invocando en vano la libertad de expresión, se dan altavoces a planteamientos delirantes. Pero el derecho de hablar tendría que llevar aparejado el deber de escuchar, y más aún la obligación de reflexionar antes, durante y después del discurso. Lamentablemente, tales hábitos parecen haber pasado de moda.
Mientras escribo esto, millones de pantallas practican sin cesar el lavado de cerebro, dejando a la audiencia pocas probabilidades de librarse del remojón.
[…] extremely addictive
the methadone metronome pumping out
150 channels 24 hours a day
you can flip through all of them
and still there's nothing worth watching.
Esto rapeaban The Disposable Heroes of Hiphoprisy en 1992. Y su estribillo resumía la cuestión en un pareado inapelable:
Television, the drug of the Nation
breeding ignorance and feeding radiation.[1]
La contestación del cambio climático y de su dependencia de las actividades humanas ya solo convence a un sector de la ciudadanía cerrado de mollera. Eso sí, este sigue siendo servido y mimado por unos medios cada vez más carentes de escrúpulos. Hoy tiene mayor éxito de público la banalización de todo lo que atañe a esa grave problemática. Recubierta por un entramado de noticias irrelevantes, cualquier llamada de atención queda disuelta en sus efectos y olvidada antes de que comiencen los anuncios. Otra táctica innoble, pero que numerosos comunicadores creadores de contenidos utilizan, es la de relacionar la denuncia de la insostenible emergencia ecológica con ese monstruo engendrado por los media y denominado genéricamente la izquierda. De este modo, para el grueso de la audiencia, resulta desactivada toda iniciativa en ese sentido, ya que no piensa mancharse las manos con tan poco recomendable compañía.
Con estas premisas, no es de extrañar que el negacionismo crezca. Alimentadas a base de ruedas de molino, las masas son carne de cañón para la refutación de verdades científicas elementales. Desde que la opinión de un telepredicador y sus prejuicios valen más que las razones y los datos, la lógica tiene perdida la partida. El Espectáculo, al igual que la Banca, siempre gana. Hipatia volverá a ser perseguida por las turbas del fanatismo. El discurso del dogmatismo y la osadía de la inopia son mucho más atractivos que los argumentos serios y el paciente método hipotético-deductivo. De ahí que calen profundamente, favorecidos por la ausencia de una educación científica digna de ese nombre en el conjunto de la población. El Tinglado patrocina unas vacaciones pagadas permanentes de la Razón.
Yendo un paso más allá del ninguneo, si lo considera necesario, se abona a una campaña de desprestigio generalizado de la Ciencia. En particular cuando esta adopta posiciones que ponen en entredicho las decisiones tomadas por los grandes poderes. Así, en lo referente a la defensa de nuestro amenazado planeta o si pretende contribuir a la lucha contra la desigualdad y la injusticia. Y esto no es de hoy. En palabras de Chomsky, «la sociedad lleva un siglo plagada de intensas campañas corporativas que fomentan el desprecio a la ciencia» (J. C. Polychroniou, entrevista en Common Dreams). No deja de ser gracioso que, ante la imposibilidad de contestar la acumulación de marrones medioambientales, se le imputen a ella. Viene a ser como si se acusara a los inventores del tubo catódico, y luego de las pantallas de plasma, LED, DLP o LCD, de que la televisión se haya convertido en un vertedero consagrado al Espíritu Rancio. Que telebasura y telecloaca alternen sin más espacio entre ellas que el –muy amplio, eso sí– dedicado a la publicidad es responsabilidad de quienes se benefician de tal estado de cosas. No es la pistola la que mata, son quienes aprietan el gatillo y los que ordenan disparar.
Este señalamiento con el dedo a la Ciencia como culpable de múltiples males no es privativa de las gentes poco cultivadas. Por el contrario, ciertos académicos se apuntan a él con entusiasmo. Una de las manifestaciones más singulares de esas tendencias es reprocharle una actitud prometeica, entendiendo por ello una suerte de violencia sobre la Naturaleza que persigue arrancarle sus secretos al precio que sea. Por supuesto, se trata de una visión característica de hombres de Letras cuyo conocimiento de la realidad de la Ciencia es deficitario, en especial en su relación con la técnica. Esta última «requiere a la naturaleza entregar una energía que puede como tal extraerse y acumularse» (Heidegger: Die Frage nach der Technik). Pero eso sucede cuando se busca transformar dicha energía en dinero contante y sonante. El peligro no está en la Ciencia, ni siquiera en la Técnica o la Tecnología, sino en su uso inadecuado y no adaptado a los contextos ambientales. El problema es pues, una vez más, la desmesura, la hybris. Y tiene que ver con la codicia, con el ansia de riqueza y poder, no con el anhelo de saber. El pecado no es la soberbia del homo sapiens, es la avaricia del homo œconomicus.
Pero volvamos la vista ahora al Prometeo mítico. Roba a los dioses el fuego para confiárselo a los hombres, lo cual nadie negará que mejoró la vida de la gente. Como aseveran Esquilo en el Prometeo encadenado y Platón en el Protágoras, les aportó los beneficios de la técnica y la civilización. Estableció así las condiciones de posibilidad de la cultura, de modo que la vía prometeica es esencial para que se pueda desarrollar la otra senda del conocimiento, la órfica del arte, la literatura y el discurso. El Titán engañó a Zeus en el banquete de Mecone. Encargado del servicio de la mesa, debía ocuparse del despiece de un buey descomunal. Hizo dos partes: una contenía la carne y las vísceras, pero tapadas por el poco apetitoso estómago del animal, y la otra constaba solo de huesos, aunque recubiertos de una vistosa capa de grasa. Preguntó al jefazo cuál de las dos mitades preferían los olímpicos, y este eligió erróneamente. Desde entonces, en todos los sacrificios, se quemaban los huesos y la grasa para que los dioses se deleitaran con su aroma mientras los mortales daban cuenta de la sabrosa carne. De hecho, ese fue el motivo por el que Zeus les confiscó el fuego que Prometeo no dudó en arrebatarle de nuevo.
Esquilo presenta a la deidad como un déspota brutal y al Titán como el filantrópico benefactor de la humanidad. «En suma, por decirlo / todo concisamente en una frase: sabe que el hombre ha conocido todas / las artes a través de Prometeo». Esto incluye multitud de habilidades muy útiles: arquitectura, escritura, domesticación de animales, agricultura, minería o medicina. Y no olvidemos las tradiciones posteriores según las cuales creó al ser humano modelándolo con barro, y enseñó a su hijo Deucalión y a su nuera Pirra la forma de escapar al diluvio vengativo de Zeus.
Así pues, de uno u otro modo, Prometeo aseguró la supervivencia de la especie. Su nombre viene a significar 'el previsor' o 'el providente', calificativos que podrían atribuirse a la Ciencia, por ejemplo, en su misión de avisar al mundo de la catástrofe ecológica que se cierne sobre él. Querer convertirlo en santo patrón del saqueo de la Naturaleza en virtud de nuestro supuesto derecho a dominarla es un cargo que no puede sostenerse con pruebas. Hacerle responsable de tales entuertos es tan poco serio como llamar síndrome de Diógenes a una conducta que es el exacto reverso de la que preconizaba y practicaba el filósofo cínico. Quizá se haría mejor en mirar al relato del primer capítulo del Génesis, que otorga a Adán prerrogativas exorbitantes y casi ilimitadas frente a la Naturaleza y los demás seres vivos.
Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra […] os he dado toda hierba […] que existe sobre la faz de la tierra, así como todo árbol que lleva fruto.
El Protágoras de Platón pone negro sobre blanco que aquel fuego «es precisamente esa chispa divina que separa al hombre del animal y con la que el ser humano crea las artes y la cultura» (López Eire, Velasco: La mitología griega: lenguaje de dioses y hombres).  El Titán era en Atenas el patrono y protector de los alfareros. Sabido es que la cerámica está en la base de la civilización. Al jugar con los cuatro elementos –tierra, aire, fuego y agua– para amalgamarlos en la obra, sus valores míticos y culturales no admiten duda. El torno es la más antigua de las ruedas. Hay quien no ve con buenos ojos la rebeldía del Prometeo que se enfrenta a los nuevos dioses olímpicos, no acepta su poder y los desafía. Pero ya Esquilo escribió en su día un Prometeo liberado del que apenas nos ha llegado algún fragmento. Con espíritu romántico, Shelley continuó su labor en su Prometheus Unbound.
Enlazaremos flores y capullos y rayos
que centellean al borde de la fuente, y haremos
raras combinaciones de las cosas corrientes,
como el recién nacido en su breve inocencia.
La liberación de Prometeo marcaría el comienzo de un tiempo áureo presidido por el amor y la belleza, y mandaría al basurero de la historia una era de odio y opresión. La curiosa cerrazón de algunos con el Titán tiene poco que ver con el mito y sus secuelas, y mucho con los prejuicios contra la Ciencia que ellos albergan.
No es la ciencia, ni tampoco la técnica, quienes destruyen la naturaleza; es su usurpación para un uso sesgado y maligno al servicio de unos intereses políticos y económicos muy concretos. No es Prometeo el enemigo de la Naturaleza, sino Mammón –traducido a términos contemporáneos, el Capital–, o más bien el ansia de acumulación ilimitada de riqueza. Tiempo ha que la Alta Ciencia desistió de la pretensión de haber desvelado todos los misterios de la Naturaleza, e incluso de la ilusión de poder hacerlo algún día. Es consciente de que por cada respuesta encontrada surgen infinidad de preguntas. La luz que alumbra un pequeño rincón descubre nuevas y anchas regiones de oscuridad a su alrededor. Ha dejado de creer en la trascendencia del hombre, y ve en esa aspiración un espejismo. Tiene asumida la necesidad de tener en cuenta nuestros límites. Por amor a la humanidad, el Titán la considera parte de la Naturaleza, lejos de todo endiosamiento y superioridad. Y nada de esto nos impide seguir buscando.
¡Atreveos! Lo que heredasteis, lo que adquiristeis,
lo que oísteis y aprendisteis de boca de vuestros padres,
las leyes y los usos, los nombres de los antiguos dioses,
olvidadlo con coraje y, como recién nacidos,
alzad los ojos a la divina Naturaleza.
(Hölderlin: La muerte de Empédocles)
La Ciencia es una herramienta fundamental contra el uso meramente instrumental –o, peor aún, venal– de la Razón y la Lógica, y contra la perversión consumista de la cultura. No puede renunciar jamás al saber desinteresado, que no traspasa sus propias fronteras. Y no puede separarse de la más exigente ética de la objetividad. Pues sin moral y sin rigor está perdida, se convierte en un zombi a las órdenes del Señor oscuro. Para enfrentarse al crepúsculo de las primaveras, debe profundizar en su conocimiento de la naturaleza y, sobre todo, en su simbiosis con ella.
[…] me dije
a mí misma piensa como
un pájaro que construye su nido
piensa como una nube, como
las raíces del abedul enano
piensa como piensa una hoja
de un árbol, como piensan la sombra y la luz
como piensan las resplandecientes cortezas
de lluvia, piensa como un espejo.
(Inger Christensen: Alfabeto)
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario