El mundo nunca sabrá todo lo que las mujeres de Gaza llevan sufriendo desde que se inició el genocidio hace dos años

Hay muchas verdades en Gaza que han sido ocultadas, e historias que se cuentan para cubrir las heridas más profundas. Las cosas que las mujeres de Gaza no decimos, pero que hemos vivido en nuestro interior durante estos dos años de pérdidas incesantes, porque teníamos que centrarnos únicamente en sobrevivir.
Lo que el mundo llama «resiliencia» es menos una virtud que una máscara que evita que los forasteros se enfrenten a lo insoportable.
Las mujeres de Gaza nunca afirmaron ser más fuertes que sus cargas. Fue el mundo quien lo dijo, tejiendo historias prefabricadas sobre nuestro coraje. Sin embargo, lo que no se ha dicho en esta narrativa es que la paciencia no es una elección, sino una trampa. La supervivencia no siempre es heroísmo. Es una existencia fracturada, perforada por la pérdida y la traición.
No tenemos el privilegio de ser «sólo mujeres». Durante la guerra, cada una de nosotras se convierte en una fábrica de vida y en un escudo diario contra la ausencia y la muerte.
Yo vivo las dos caras de esta ciudad. Una insiste en la vida: arreglo cuidadosamente mi ropa, me pongo mi perfume favorito, como si fuera a una celebración. La otra sale de un hogar roto a un mundo que parece irreconocible.
Cuando camino por las calles de Gaza, mi cuerpo absorbe la pesadez que lo rodea. Primero llega el olor: humo, aguas residuales, salitre y pólvora transportados por la brisa marina. Luego vienen los sonidos: el grito desesperado de un vendedor, los pies descalzos de los niños caminando con dificultad por el barro y el polvo, los carros abarrotados que tocan el claxon mientras transportan a docenas de pasajeros, las risas interrumpidas en el aire por el estallido de un misil. Incluso el suelo está inquieto, hace un ruido extraño bajo mis zapatos mientras camino, como para recordarme que estoy pisando escombros, no carreteras.
Dos años de mi vida han desaparecido en un vacío de inestabilidad y horizontes cada vez más reducidos. No sólo en términos de nuestras perspectivas laborales y carreras profesionales, sino que incluso los sueños más simples se han desvanecido, como el de ser madre algún día.
Cada mañana, cuando tomo el autobús, veo mujeres que llevan bebés en brazos cansados, madres que sostienen biberones para bebés que no saben si tendrán suficiente para beber al día siguiente, otras llevan las mochilas escolares de los niños que ya no están aquí. ¿Qué significa la maternidad en un lugar donde la infancia es robada antes de comenzar?
En un viaje en autobús, una joven madre me pidió que sostuviera a su bebé mientras buscaba una moneda en su bolso para pagarle al conductor. Tenía el cuerpo delgado y los ojos cansados. «No he dormido desde que nació», me dijo, «no porque llore, sino porque los aviones no paran nunca. Cada impacto me despierta sobresaltada y voy a comprobar si sigue respirando. Nació en un aula convertida en refugio. Otras mujeres desplazadas me ayudaron durante el parto. Hoy lo he traído con la esperanza de conseguir leche gratis. Me da miedo que el agua esté demasiado contaminada. Su padre y yo ni siquiera podemos permitirnos comprar pañales».
¿Cómo se cría una nueva vida palestina cuando se está rodeada de intentos de acabar con ella? Su tarea parece imposible.
La joven madre me recordó a Um Mohammed, otra mujer que tiene que tomar decisiones impensables cada día. Se levanta al amanecer para hornear, pero no sólo para su familia. Con el tiempo, la puerta de su casa se convirtió en una panadería improvisada para los vecinos y las familias desplazadas. Doce horas de trabajo al día, a menudo sin remuneración, a veces recompensadas sólo con un trozo de pan o un dulce para sus propios hijos hambrientos.
Nosotras, las mujeres de Gaza, estamos cansadas de explicar que sufrimos. Estamos agotadas de estar delante de las cámaras durante 24 meses de genocidio, como si hubiéramos elegido esta lucha. Estamos cansadas de contar nuestras historias a un mundo que finge oír, pero que nunca escucha. A veces, sólo nos queda el silencio como refugio.
Los titulares de los medios de comunicación rara vez reflejan el hecho de que nuestros hombros ya no pueden soportar este peso. Que deseamos despertarnos cada mañana sin el temor de que se nos acabe el agua y el pan, o de que el próximo ataque aéreo acabe con todo. Que anhelamos la libertad de ser madres normales, trabajadoras normales, mujeres normales que se ríen de cosas triviales que no tienen nada que ver con la muerte.
Para mí, ahí es donde reside la esencia del feminismo, aunque el mundo rara vez lo plantee así cuando se trata de Gaza. Somos seres humanos que exigimos los mismos derechos que reclaman las mujeres de todo el mundo: vivir sin miedo, criar a nuestros hijos con seguridad, que se respete nuestro trabajo, que se respeten nuestras decisiones. El derecho a la alegría, al descanso, a ser vulnerables sin sentir vergüenza.
Si se va a escribir la historia de esta tierra, que se escriba con la verdad sobre lo que han soportado las mujeres de Gaza.
Escribo y hablo sobre nuestra realidad no porque sea una excepción, sino porque el mundo debe saber lo que se nos ha impuesto. Esto es especialmente importante ahora que los medios de comunicación occidentales se fijan en el supuesto alto el fuego como si el trauma de los últimos dos años hubiera desaparecido. El genocidio ha transformado por completo nuestras vidas y nos ha robado hasta el lujo de soñar.
VOCES DEL MUNDO DdA, XXI/6139

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