miércoles, 6 de agosto de 2025

YA TENEMOS A "CIUDADANOS EJEMPLARES" PERSIGUIENDO A INMIGRANTES EN LAS PLAYAS

  Ojo con la infección racista que promueve la extrema derecha y advertimos en la playa del Sotillo, en Castell de Ferro, Granada, señala Ramos. Hace unos años, todos los bañistas en otra playa se lanzaron a ayudar a los inmigrantes e incluso una mujer le dio el pecho a un bebé que iba a bordo de una patera.  Ahora hay quienes siguen ofreciendo agua al recién llegado, pero también  quienes hincan la rodilla sobre su cogote mientras lo retienen contra el suelo. Al articulista aboga porque  estos últimos no nos hagan perder nuestro sentido de la responsabilidad, que nada tiene que ver con el suyo.


Miquel Ramos

Una playa abarrotada de gente en pleno agosto bajo el sol inmisericorde de las dos de la tarde, y una lancha que se acerca lentamente hacia la orilla. No es una de tantas embarcaciones de recreo que llenan nuestras costas. Quienes viajan a bordo no son turistas. Ya quisieran ellos poder venir como turistas. Son poco más de una decena de chavales que acaban de cruzar desde la orilla africana hasta la playa del Sotillo, en Castell de Ferro, Granada. La gente sigue a sus cosas mientras contempla desde su toalla, bajo su sombrilla, cómo varias personas descienden de la embarcación y echan a correr.  

Hay alguien en la arena que observa y cree que debe actuar. Alguien que estaba de vacaciones, tomando el sol, decide tomar partido. Y no lo hará ofreciéndoles agua, preguntándoles qué ha pasado y si están bien. Lo hará placando a uno de ellos, inmovilizándole y reteniéndole hasta que llegue la policía. En un video se oye a otros bañistas increpándole, pidiéndole que deje en paz al chaval, que se acaba de jugar la vida cruzando el mar para que ahora este héroe espontáneo eche todo a perder. Un tipo que no sabe nada de él, ni de sus circunstancias, ni de lo que le ha costado llegar hasta allí. Ni lo que se juega si es capturado o retornado a su país.  

No importa nada más. La ley es la ley, y este chico llegó sin visado, sin permiso, sin papeles. Y el ciudadano que toma partido es un ciudadano ejemplar. Eso es seguramente lo que creyó el hombre que interrumpió su descanso y se lanzó a capturar al chico y entregarlo a las autoridades. Da igual que fuera policía fuera de servicio, panadero o acróbata. No estaba impidiendo una agresión, ni capturando a un atracador ni a un maltratador, ni salvando la vida a nadie. Estaba cazando a un pobre desgraciado que se acababa de jugar la vida cruzando el charco, porque no tenía otra manera de llegar. Es el mismo sentido de la responsabilidad que debían sentir aquellos alemanes que delataban a sus vecinos judíos durante el nazismo. Hacer cumplir la ley.  

Tuve una especie de déjà vu viendo el video, recordando a los "policías de balcón" que se dedicaron a delatar a quien salía a la calle en plena pandemia del COVID-19, aunque tan solo fuese para dar un paseo sin poner en riesgo a nadie. Me recuerda también a los sheriffs de supermercado, que agarran al tipo que se acaba de guardar un bote de lentejas en el bolsillo. O al que se chiva al revisor cuando alguien se cuela en el metro. Esa supuesta responsabilidad de actuar ante el crimen, —no ante la injusticia— cuando se aplica a sucesos inocuos, siempre es una oportunidad para que destaquen los personajes mediocres. La responsabilidad, creo, no es denunciar al que se lleva una barra de pan de un negocio millonario, sino luchar para que nadie deba robar para comer.

Hay pura ideología en todo esto, en esta supuesta responsabilidad que nos sugieren a los ciudadanos para ejercer de policías. Pero estas pulsiones autoritarias, esa idea de salvar una nación expulsando a los bárbaros, está de moda, aunque no es nueva. Hemos visto a Trump volver a la Casa Blanca tras promover un golpe de Estado con el asalto al Capitolio cuando perdió en la anterior legislatura. Y esta vez volvió todavía más duro, más autoritario, más arrogante. El campo ya estaba sembrado para que, tras la oleada de cacerías a trabajadores y familias migrantes sin papeles, se jactaba de encerrarlos en una cárcel rodeada de cocodrilos o los enviaba a un campo de concentración a El Salvador.  

Precisamente en los EEUU hace años que existen patrullas civiles en la frontera sur, "ciudadanos ejemplares" que controlan el desierto para que no se cuele nadie. Vigilantes que van armados, que actúan a menudo coordinados con las fuerzas de seguridad, y a quienes se les han atribuido en más de una ocasión abusos contra personas migrantes. 

También hay organizaciones, activistas de derechos humanos, que dejan botellas de agua y otros enseres básicos de supervivencia por el camino que suelen transitar estas personas. Y estos temidos vigilantes, en connivencia con las autoridades, se dedican a sabotearlos. Que se mueran de sed. Que no hubiesen venido. Que aprendan la lección, piensan, olvidando por un instante a su abuelo que llegó de Polonia con una mano delante y otra detrás hace 80 años.  

No son nuevas estas patrullas. El Ku Klux Klan las popularizó a finales de los años 70, a lo largo de la frontera californiana con México. Hoy, estas milicias, enmarcadas todas ellas en la extrema derecha, han ofrecido a Trump toda su ayuda para detener a los sin papeles. Un modelo que ha llegado también a Europa, con la excusa de la inseguridad y la recurrente hipérbole de la invasión migratoria. Grupos neofascistas han encontrado cobijo en la retórica y la política migratoria europea para presentarse como vigilantes del orden y la ley, para, como el hombre de la playa, actuar cuando alguien se cuele. Algunos han montado patrullas en las fronteras. Otros desfilan por los barrios llamándose justicieros, como en Torre Pacheco, legitimados por el discurso de la inseguridad y el caos que el fascismo siempre se empeña en instalar.  

Al mismo tiempo, hay también en España quienes se dedican a salvar vidas, conscientes de que ni leyes más restrictivas ni muros más altos pararán la necesidad y el empeño de migrar de tanta gente. Barcos de rescate como el Aita Mari o la gente de Open Arms, que sobreviven a pesar de las sanciones y las trabas de los gobiernos. Activistas que son perseguidos por el Estado, como Helena Maleno, de Caminando Fronteras, víctima del espionaje y de la guerra sucia por salvar vidas y exponer la miseria de nuestras mortales políticas de fronteras. Y ni así la consiguieron doblegar. Ni a ella ni al resto.  

Decía un tuitero ayer que cuando fue testigo de una escena similar hace unos años, todos los bañistas se lanzaron a ayudar. Que incluso una mujer le dio el pecho a un bebé que iba a bordo de la patera. Y se lamentaba por cómo han cambiado las cosas en pocos años, cómo la infección racista que promueve la extrema derecha está consiguiendo que muchos crean que su deber, que lo razonable, es capturar, no socorrer. Pero no todo está perdido, aunque nos llame la atención y noticiemos antes la maldad que los buenos actos.  

Hay quien resiste porque su sentido de la humanidad y de la responsabilidad va en ello. Ante esta avalancha de odio que tanto se empeña en deshumanizar a determinadas personas. Son los que el otro día pedían al hombre que capturó al recién llegado en la playa que lo dejase en paz. Hay mucha más empatía de la que nos pretenden hacer creer quienes viven del odio y del miedo. Hay más buenas personas de las que creemos, a pesar de tantos esfuerzos por inculcarnos la desconfianza y el individualismo. Igual que en la playa del Sotillo, en todas partes convive esa dualidad. Quienes ofrecen agua al recién llegado y quienes hincan la rodilla sobre su cogote mientras lo retienen contra el suelo. Que estos últimos no nos hagan perder nuestro sentido de la responsabilidad, que nada tiene que ver con el suyo.

PÚBLICO DdA,XXI/6064

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