A pesar de su extensión y en virtud de su indudable interés, no nos resistimos a republicar en este modesto DdA la entrevista que hoy aparece en el diario leonés La Nueva Crónica con el ingeniero de montes, catedrático de la Universidad de León, promotor de Mirada Circular y autor de los planes de gestión de montes en Ponferrada, Alonso Fernández Manso, a la que el citado periódico le ha dado el siguiente y acertado titular, en relación con el desastre provocado por los incendios en la provincia y el noroeste del país, así como en Extremadura: La tragedia es el abandono como norma y la extinción como espectáculo. Quiere hacer notar este Lazarillo, a propósito de lo segundo, que no debería ser preciso en las informaciones e imágenes facilitadas por los canales de televisión, la inclusión de dramáticas ráfagas musicales para hacer precisamente espectáculo del mayor desastre ambiental que está soportando el país, con al menos cuatro víctimas mortales hasta la fecha y decenas de heridos. Es de toda lógica pensar que a quienes han perdido a familiares y amigos o han visto arder su vida (casa, bienes, ganado, tierras) no les guste que adornen su desgracia con músicas percusivas de fondo, porque lo que están viviendo pertenece a la existencia real de unos conciudadanos con los que los canales de televisión al uso, en lugar de hacer espectáculos con banda sonora como si fueran una película, deberían sentir y promover no sólo solidaridad sino algo de la indignación que afecta a las víctimas ante la negligencia o ineficacia de las administraciones:

Mar Iglesias
Se
pasa los días mirando las imágenes de los satélites, al tiempo que huele y toca
la ceniza. Esa que le duele como berciano, porque Alfonso Fernández-Manso lo es por los cuatro
costados, aunque su cuna fuera Valladolid. Y lo es por convicción, porque de él
partió aquella Mirada
Circular que hoy está carbonizada casi
desde la pupila, sometida a fuegos que parecen tocar a los territorios más
auténticos y también más vulnerables. Ingeniero de Montes por la Universidad de
Lleida y doctorado en el Departamento de Física Aplicada
de la de Valladolid, en la actualidad es catedrático
en el Campus de Ponferrada y llora amargamente lo que está pasando bajo las
llamas. Era algo anunciado, previsible…pero al final, inevitable. La falta de
gestión, de planes forestales que él mismo ha redactado y ha visto dejar en un
cajón, son la cerilla que ha acabado poniendo de luto a un Bierzo que no se merecía asumir esta
tragedia. Y eso dejará una cicatriz,
ahora herida en la comarca que, en algún caso, puede ser irrecuperable.
-¿Esto que está pasando era una tragedia
anunciada?
-Sí. Y no solo anunciada: esperada. Desde hace años, científicos, técnicos
forestales, vecinos del medio rural y gestores locales vienen alertando de que
el monte es un polvorín. Sabíamos que el abandono rural ha disparado la
acumulación de biomasa, que los ecosistemas están descompensados por la
ausencia de ganadería y la falta de aprovechamiento agroforestal, que las
sequías y olas de calor se agravan con el cambio climático, y que los planes de
gestión están archivados. La tragedia no está en el fuego, que ha sido siempre
parte del ecosistema. La tragedia es haber convertido el abandono en norma y la
extinción en espectáculo. Responder con medios de extinción no es lo mismo que
solucionar el problema. Lo primero es reacción; lo segundo, gobernanza.
-¿Qué cóctel se ha dado para que esto sea
imparable? ¿Quién ha encendido la cerilla?
-La pregunta sobre qué cóctel se ha dado para que los incendios sean imparables
y quién ha encendido la cerilla exige distinguir entre causa inmediata y causa
estructural. La cerilla puede ser una chispa, un rayo o una imprudencia; pero
lo que convierte esa chispa en un incendio devastador es un sistema que durante
décadas ha acumulado combustible en el monte sin gestionarlo. El cóctel es
múltiple: condiciones climáticas extremas asociadas a olas de calor
interminables, masas forestales abandonadas, despoblamiento rural con
desaparición de las prácticas agroganaderas que mantenían un paisaje en
mosaico, ausencia de quemas prescritas y manejo preventivo, prohibiciones que
dificultan recuperar cultivos abandonados y políticas públicas que priorizan lo
urgente frente a lo estructural.
El resultado es un territorio donde el fuego, que forma parte natural del ciclo
ecológico, se convierte en catástrofe porque la estructura política y de
gestión ha impedido manejarlo de forma inteligente y preventiva. No es el fuego
el enemigo, sino la inacción acumulada. La tragedia que vemos en territorios
como Extremadura, Castilla y León, Galicia o el norte de Portugal no es un
fenómeno inesperado: sabemos de antemano cuándo y dónde se producirán los
grandes incendios, podemos anticipar su intensidad y conocemos las herramientas
para reducir su impacto. Los técnicos lo saben, los científicos lo han
advertido, y los gobernantes lo saben también.
La responsabilidad, por tanto, no se puede seguir descargando en el pirómano,
el viento o la ola de calor. El factor determinante es la biomasa acumulada. Es
cierto que la meteorología y el cambio climático son elementos clave, pero
sobre ellos no tenemos capacidad de actuación directa. Sí la tenemos sobre el
combustible: reducirlo con gestión activa, con prevención, con ordenación del
territorio, con la implicación de las comunidades rurales. Esa es la parte que
no se está haciendo. Y es ahí donde recae la responsabilidad política: porque
estas tragedias son evitables. Gobernar significa resolver los problemas de la
gente, y el de los incendios forestales es hoy uno de los más grandes y
previsibles a los que se enfrentan nuestros territorios.
«Apagar un gran incendio puede costar millones de euros, mientras que las
acciones preventivas apenas requieren cientos»
-Se habla de cambio climático, de incendiarios,
de que no estamos preparados...¿qué es lo que está detrás de que esto suceda
cada agosto?
-Cada verano España vuelve a arder porque seguimos empeñados en apagar
incendios en lugar de gestionarlos: las administraciones priorizan
helicópteros, aviones, cifras de efectivos y ruedas de prensa, mientras se
olvidan de la verdadera prevención. El problema no es solo económico, porque la
ciencia y la técnica saben lo que hay que hacer; lo que falta, una vez más, es
voluntad política. En 2025 se están dando además las condiciones perfectas para
que explotará un gran triángulo de fuego en el noreste peninsular: un latigazo
hidrometeorológico con lluvias intensas y prolongadas entre marzo y mayo
seguido de un verano extremo, un junio de récord histórico con temperaturas
+3,6 °C por encima de la media que aceleró la sequedad del suelo y un agosto
con una ola de calor de 16 días, sumada a un anticiclón de bloqueo con aire
africano, que disparó el estrés hídrico y convirtió la vegetación en puro
combustible.
«La «no gestión» en un factor de riesgo estructural, reforzado por la falta
de sensibilidad patrimonial hacia espacios de alto valor»
-¿Qué se puede hacer frente a esta barbarie?
-Frente a esta barbarie, la solución no pasa solo por apagar incendios, sino
por cambiar de raíz la forma en que gestionamos nuestros montes. Hace falta una
estrategia integral que combine la gestión ecológica de la vegetación, el
impulso a la ganadería extensiva y la recuperación del papel de los herbívoros
salvajes como ‘bomberos naturales’. También es clave devolver vida productiva a
las tierras agrícolas abandonadas eliminando trabas normativas que hoy castigan
al agricultor, y consolidar brigadas forestales locales, estables y bien
preparadas que trabajen todo el año en prevención. La propuesta es clara:
actuar primero en el interfaz urbano-forestal, promover mosaicos de usos que
integren agricultura de bajo impacto, quemas prescritas y silvopastoralismo,
intervenir en zonas estratégicas como carreteras, crestas y puntos de agua, y
avanzar con un ritmo realista, tratando cada año alrededor del 1% de la
superficie forestal en las áreas de mayor riesgo y valor. No es una visión
romántica, sino una necesidad: la inacción, disfrazada de conservación, es una
trampa mortal que alimenta incendios cada vez más extremos e incontrolables. Y
todo ello debe ir acompañado de una gobernanza más fuerte, con investigación
rigurosa de causas, coordinación entre fiscalía y justicia, sanciones efectivas
y campañas de prevención social que lleguen de verdad a la ciudadanía.
-¿Por qué hay tres planes de gestión forestal en
un cajón sin aplicar en Ponferrada?
-La existencia de dos planes de gestión forestal redactados y nunca aplicados,
como la Ordenación Integral de Montes de Ponferrada presentada en 2010 y
revisada en 2020, refleja una combinación de incumplimientos legales, falta de
voluntad política y ausencia de cultura de prevención. La Ley de Montes, en su
artículo 39, establece con claridad que la elaboración y aplicación de los
instrumentos de ordenación en los Montes de Utilidad Pública corresponde a la
Consejería competente, pero en la práctica estos documentos se quedan sin
presupuesto ni mecanismos de ejecución, lo que los convierte en meros
ejercicios formales. Esta situación se agrava en el Bierzo, donde sólo el 8% de
los Montes de Utilidad Pública cuentan con un plan en vigor y el 92% restante,
unas 150.000 hectáreas sin gestión ordenada, ha sido precisamente el escenario
del grave episodio de incendios de agosto de 2025. Se trata de un déficit de
gestión forestal que convierte la «no gestión» en un factor de riesgo
estructural, reforzado por la falta de sensibilidad patrimonial hacia espacios
de alto valor ambiental y cultural como la Tebaida berciana.
En el Bierzo, la planificación de emergencias frente a incendios forestales
brilla por su ausencia, a pesar de que muchos municipios aparecen en el Anexo
III del Plan INFOCAL (Decreto 6/2025, de 27 de marzo), que los clasifica como
de alto riesgo en zonas de interfaz urbano-forestal. No se trata de un trámite
burocrático: esa catalogación responde a análisis técnicos y estadísticos que
demuestran una vulnerabilidad real, con graves riesgos para la población, sus
bienes y el entorno natural. La normativa es clara: la Directriz Básica de
Protección Civil de Emergencia por Incendios Forestales (RD 893/2013) obliga a
los ayuntamientos a elaborar un Plan de Actuación Local, aprobarlo en pleno y
homologarlo en la Comisión de Protección Civil de Castilla y León. Sin embargo,
la mayoría de los consistorios incumplen esta obligación y siguen sin contar
con estos planes, dejando a sus vecinos desprotegidos ante un riesgo
perfectamente identificado.
La Fiscalía de Medio Ambiente, bajo la dirección de Antonio Vercher, ha dado un
paso al frente e instado a los fiscales provinciales a investigar si los
municipios afectados disponían de planes de prevención y, en caso contrario, a
depurar responsabilidades penales contra quienes ignoraron un mandato legal.
Para Vercher, la devastación causada por los incendios de 2025 no se entiende
sin esta negligencia: la falta de planificación y la aplicación deficiente de
medidas preventivas están en la raíz de la tragedia. Ha llegado el momento de
exigir responsabilidades políticas y administrativas a los municipios que
incumplen de forma flagrante una normativa que no es opcional, sino vinculante,
y cuyo incumplimiento compromete la seguridad de las personas, el patrimonio y
el medio natural. O mejor habría que aconsejar a nuestros responsables públicos
que empezaran cada mañana releyendo a Gil y Carrasco para empaparse de la
belleza y sensibilidad con las que sus libros ensalzan al entorno natural de
Ponferrada. ¡Hace falta querer de verdad para poder gestionar!
-Este año sabíamos que la vegetación estaba
imposible, aun así no se tomaron medidas preventivas para atajar los fuegos y
al final, da la impresión de que interesa más emplear los medios y los dineros
en la extinción ¿por qué no se consigue cambiar esa apuesta?
-La gestión de los incendios forestales en España sigue centrada
mayoritariamente en la extinción, a pesar de que se reconoce que la vegetación
acumulada hace que muchos veranos sean de altísimo riesgo. Esto ocurre porque
la extinción es inmediata, visible y genera un fuerte impacto mediático y
político: los helicópteros, las columnas de humo y las operaciones de
emergencia convierten cada fuego apagado en un símbolo de éxito, mientras que
las labores preventivas, realizadas en invierno, pasan desapercibidas y rara
vez se valoran socialmente.
Además, la prevención requiere continuidad y planificación a largo plazo:
mantener los montes gestionados, realizar tratamientos selvícolas, fomentar el
pastoreo extensivo o abrir fajas de combustible. Son medidas más baratas y
eficaces, pero que exigen presupuestos estables, coordinación entre sectores y
una política que mire más allá de una campaña anual. Frente a ello, la
extinción concentra recursos en un aparato operativo que se activa cada verano
y que ha ido configurando una auténtica «industria del fuego», con contratos
temporales, alquiler de aeronaves y despliegues mediáticos. La comparación de
costes es contundente: apagar un gran incendio puede costar millones de euros,
mientras que las acciones preventivas apenas requieren cientos o miles, con una
relación coste-beneficio muy favorable —se estima que cada euro invertido en
prevención puede ahorrar entre cuatro y siete en extinción y restauración—; sin
embargo, los presupuestos siguen privilegiando la espectacularidad de la
emergencia frente al sentido común de la gestión. La Declaración sobre la
gestión de los grandes incendios forestales en España, promovida por la
Fundación Pau Costa, ofrece la hoja de ruta más coherente y avalada por la
ciencia: invertir en prevención, activar al mundo rural, crear paisajes
diversos y resilientes y asumir la corresponsabilidad social con el fuego. Pero
el cambio no llega porque el sistema está diseñado para responder, no para
anticipar; de ahí que el verdadero reto sea equilibrar las inversiones,
consolidar una prevención continua durante todo el año y transmitir a la
sociedad que la hectárea que no arde gracias a un manejo previo vale tanto como
la que se consigue apagar con un avión. Solo así se romperá la inercia que mantiene
a la extinción como estrategia dominante
«La experiencia en incendios anteriores no se traduce en cambios,
repitiéndose los mismos errores, como si fueran inevitables»
-Ahora, la escalada del fuego parece imparable.
¿Podremos recuperar lo que estamos perdiendo?
-Podremos restaurar parte de lo perdido tras los incendios, pero no todo:
algunos ecosistemas tardarán décadas en regenerarse y otros nunca lo harán,
mientras que el coste emocional, social y cultural resulta incalculable. Sin
embargo, es posible recuperar resiliencia ecológica, mantener la memoria
ambiental y fortalecer comunidades rurales activas, siempre que se adopten
decisiones valientes basadas en inversión sostenida, normativas coherentes y
una ciudadanía informada que no se limite a confiar en que «ya llegará el
helicóptero». Para ello, se hace imprescindible una nueva repoblación del medio
rural con condiciones similares a las que se promovieron en la Edad Media a
través de foros, privilegios fiscales y proyectos productivos, de manera que se
revierta la «tierra quemada» en la que se está convirtiendo buena parte del
territorio. En última instancia, el fuego debe entenderse como el síntoma más
visible de una enfermedad más profunda: la extinción de una cultura milenaria
que integraba al ser humano en el paisaje y lo hacía corresponsable de su
cuidado.
-¿Cree que esta vez sí aprenderemos algo de la
tragedia o ya por los movimientos políticos que se estaban dando en medio de la
vorágine pueda ser que no? Porque Ponferrada tuvo que salir a la calle para
solicitar algo que debería ser técnico, el paso a nivel 3 de un fuego que nos
golpeaba por todos lados, que evacuaba a más de mil personas...
-No sabemos si esta vez aprenderemos de la tragedia, pero las señales no son
buenas: el hecho de que una ciudad como Ponferrada tuviera que salir a la calle
para exigir algo tan básico como la declaración del nivel 3 en un incendio que
arrasaba comarcas enteras y obligaba a evacuar a más de mil personas demuestra
que el sistema falló desde el primer minuto. La expresión latina Doctrinae non
discendae (enseñanzas no aprendidas) resume bien esta situación: la experiencia
acumulada en incendios anteriores en Castilla y León no se traduce en cambios
sostenidos, repitiéndose los mismos errores como si fueran inevitables.
El resultado es un ciclo recurrente: cada verano regresa la amenaza, cada año
se repiten los titulares, los incendios arrasan comarcas como El Bierzo o la
Sierra de la Culebra y, una vez apagados los rescoldos, el combustible vegetal
vuelve a acumularse, las infraestructuras de prevención se deterioran y el
territorio se vacía, configurando un paisaje de riesgo permanente. Aprender
realmente de estas tragedias implicaría aplicar de manera efectiva los planes
ya redactados, corregir una legislación que en ocasiones castiga a agricultores
y ganaderos que intentan regresar y reconocer que el fuego no puede
erradicarse, sino que debe gestionarse con políticas preventivas y de
ordenación del territorio; todo ello requiere valentía política, precisamente
la que hoy parece ausente.
-¿El plan de gestión, aunque no se haya activido,
tras lo que hemos visto, debe cambiar? ¿Qué debe contener sí o sí?
-No hace falta inventar nada nuevo, sino aplicar lo ya consensuado. Lo que se
necesita es dar el paso de la teoría a la práctica, con una gestión forestal
que deje de ser un mero documento y se convierta en acción real sobre el
territorio. Eso implica evolucionar, adaptarse al nuevo contexto climático que
multiplica la frecuencia e intensidad de los incendios, apostar por modelos de
paisaje en mosaico que combinen bosque, pasto y cultivo para reducir la
continuidad del combustible, establecer una zonificación real por riesgos y
dotarse de herramientas de intervención adaptativa que permitan responder con
eficacia a escenarios cambiantes. Todo ello debe hacerse con la implicación
directa de las comunidades locales, porque sin su participación la gestión será
siempre incompleta. Y, sobre todo, debe contar con presupuesto, continuidad y
un sistema riguroso de seguimiento: sin estos pilares, cualquier plan seguirá
siendo papel mojado, incapaz de transformar la realidad ni de proteger el
territorio y a sus gentes.
-¿Qué coste tendría gestionar bien el monte
frente al coste de apagar incendios?
-La comparación entre el coste de gestionar activamente el monte y el de apagar
incendios forestales es tan clara como pedagógica: mientras extinguir un gran
incendio puede alcanzar hasta 19.000 €/ha, aplicar medidas preventivas mediante
gestión forestal activa —clareos, desbroces, quemas prescritas o mantenimiento
de cortafuegos— oscila entre 300 y 3.000 €/ha, lo que significa que con lo que
cuesta apagar una sola hectárea podrían haberse gestionado entre 6 y 60 de
forma preventiva. Los estudios científicos avalan además una escala mínima de
actuación: gestionar anualmente al menos el 1% del territorio forestal (unas
260.000 hectáreas), un umbral que, según las simulaciones de Finney et al.
(2007), si se mantiene en el tiempo, permite crear paisajes más resilientes y
defendibles. La inversión necesaria rondaría los 1.000 millones de euros al año
para toda España, una cifra muy inferior a los miles de millones que generan
los grandes incendios forestales en costes de extinción, pérdidas humanas,
patrimoniales y ambientales, lo que convierte esta estrategia en una medida no
solo eficiente, sino también urgente.
Este desequilibrio evidencia que la prevención no sólo es más barata, sino
también más eficaz y sostenible a medio y largo plazo. Además, la gestión
forestal activa no se limita a reducir combustible vegetal: genera empleo en el
medio rural, contribuye a la fijación de población, favorece la recuperación de
oficios tradicionales vinculados al monte y mejora la biodiversidad y la
resiliencia de los ecosistemas. Por el contrario, la extinción concentra el
gasto en un momento puntual, no soluciona el problema estructural de la
acumulación de combustible y, a menudo, deja tras de sí un territorio más
vulnerable.
En términos técnicos y económicos, invertir en prevención es multiplicar la
eficiencia del gasto público: cada euro invertido en gestión forestal reduce
significativamente la necesidad futura de recursos para extinción. En términos
sociales y ambientales, significa proteger vidas, patrimonio, paisajes y
servicios ecosistémicos. Por tanto, la pregunta no debería ser cuánto cuesta
gestionar bien el monte, sino cuánto estamos dispuestos a seguir perdiendo por
no hacerlo.
«No es solo el monte lo que se ha quemado, sino también la confianza en un
sistema que pudo hacer las cosas bien y no quiso»
-¿Qué sentimiento tiene tras producirse toda esta
tragedia tras ver que ha habido posibilidades para que no fuera tal y a las que
se les ha dado la espalda?
-Una tristeza profunda y una rabia a flor de piel recorren a todos los
bercianos, yo entre ellos. No es solo el monte lo que se ha quemado, sino
también la confianza en un sistema que pudo hacer las cosas bien y no quiso.
Duele constatar que había herramientas, recursos y conocimiento
técnico-científico suficientes y que, aun así, se abandonó al territorio a su
suerte. El abandono es estructural: un sistema que no solo ha dejado de
invertir en la gestión forestal, sino que también ha vaciado y excluido socioeconómicamente
al mundo rural, condenándolo a la despoblación y a la pérdida de oportunidades.
Ni siquiera ha sido capaz, como se ha visto en los incendios de agosto de 2025,
de garantizar la seguridad de las vidas y los bienes de sus habitantes. Y lo más
doloroso es que ese abandono se traduce también en que muchas vidas de los
operativos de incendios, nuestros queridos bomberos, se pongan en riesgo cada
verano para suplir lo que debería haberse hecho antes desde la planificación y
la prevención. La solución no pasa por «limpiar el monte»
indiscriminadamente ni por comprar más aviones, sino por valorar al sector
primario como un servicio ecosistémico, invertir en mosaicos agroforestales y
gestión territorial, reducir la continuidad y aumentar la diversidad
estructural de los bosques, y asumir de una vez que sin intervención proactiva
los incendios extremos serán ingobernables. Ese es el punto de no retorno que
tenemos delante, y cada año que se pierda en debates estériles o medidas
cosméticas será un año más en el que el fuego nos seguirá ganando la partida.
Pero junto a esta profunda rabia me consuela la admiración hacia quienes, como
los vecinos de Oencia, Compludo y tantas otras aldeas, se organizaron con
tractores y desbrozadoras para salvar sus pueblos. Aquellos que siguen
realizando «facenderas» y colectivamente protegen su monte y su cultura rural.
A esa gente se le debe no solo respeto, sino también otra manera de entender y
practicar la política. Para ello, necesitamos gobernantes valientes, comunidades
empoderadas y territorios verdaderamente escuchados.
La Nueva Crónica DdA, XXI/6082
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