María Pérez
Nos sacaron de los pueblos, nos vendieron una efímera felicidad y una falsa comodidad en las ciudades, nos cegaron con las luces, con trabajos en oficinas sin trajes de faena, con corbata y maletín, sueldos fijos y horarios, envuelto en una libertad ficticia. Ahora, nuestra generación siente en sus carnes como todas esas historias que vendieron a nuestros padres y abuelos, hacen aguas y rebuscamos en las raíces para encontrar respuestas y sentirnos menos perdidos. Han conseguido que sigamos trabajando de sol a sol, pero ahora lo hacemos encerrados en paredes de pladur, mirando pantallas, respirando aire artificial y sobreviviendo con platos precocinados en habitaciones compartidas, pagando gildas a tres euros y atiborrados de pastillas para no sentir. Ahora, que el castillo de naipes se ha venido abajo, vemos cómo una generación, que es la mía, va despertando poco a poco y tira de ese fino hilo que aún nos queda vivo y nos conecta con lo que somos, y lo que fueron. Quiero pensar que aún hay esperanza, y que quizás no es tarde para volver a volver.
DdA, XXI/6.038
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