Algo más de ochenta años después, hacemos extensivo el mensaje en memoria del triciclo rojo de Hannelore Kaufmann, asesinada en Auschwitz a los 13 años, a la memoria de los miles de menores palestinos que se siguen asesinado en Gaza por el gobierno del país en el que quizá Hannelore Kaufmann habría residido de haber sobrevivido a aquella barbarie. Hablemos por los niños que no tenían voz. Asegurémonos de que su inocencia, su alegría y su humanidad nunca sean olvidados:
En un día de verano—5 de agosto de 1931—en la ciudad histórica de Berlín, Alemania, una niña llamada Hannelore Kaufmann vino al mundo. Sus padres la abrazaron cerca, ignorando la tormenta que pronto se convertiría el mundo. Sin embargo, en sus brazos estaba el corazón de un niño lleno de maravilla, alegría y luz—una inocencia que ningún odio debería tocar jamás.
Hannelore creció en un barrio lleno de árboles, adoquines y vecinos que se conocían por su nombre. Fue un tiempo antes de la guerra, antes del miedo. En aquellos primeros años, las calles todavía resonaban con las voces de los niños que jugaban, y entre ellos, la risa de Hannelore era inconfundible: clara, alta y llena de placer. Ella tenía una posesión favorita, una que le trajo una alegría inconmensurable: un triciclo rojo. No era cualquier triciclo. Fue su constante compañera, su primer sabor de la libertad. Con sus pequeñas piernas pedaleando duro, ella corría por las aceras de Berlín, con su pelo fluyendo detrás de ella como una pancarta. Su triciclo rojo brillaba a la luz del sol, a menudo dibujando miradas de admiración de los transeúntes. Para Hannelore, no era sólo un juguete, era un carro, una nave espacial, un caballo, cualquiera que fuera su imaginación que necesitaba que fuera ese día. Ella se acercaba en círculos en el patio, riéndose y fingiendo ser un piloto de carreras o una artista de circo. A veces ataba una pequeña cinta al manubrio o metía una muñeca en la cesta, charlando con ella mientras montaba. Los vecinos la miraban y sonreían, tocados por la pura alegría que ella exudaba. A sus padres les encantaba sentarse en el escalón delantero y verla jugar, sus mejillas sonrojadas de risa, su mundo todavía intacto por la crueldad.
Hannelore era brillante y curiosa, siempre haciendo preguntas—¿Por qué el cielo es azul? ¿Cómo vuelan los pájaros? ¿Qué hace llover? Le encantaban los libros y los cuentos de hadas, pero más que nada, le encantaba el movimiento: correr, saltar, montar, girar. Su energía era como el sol, calentando a los que la rodeaban. Pero el mundo estaba cambiando. Berlín, como toda Alemania, cayó más profundamente en el control de la ideología nazi. Las leyes cambiaron. Comenzaron los susurros. Los carteles subieron a las tiendas, y las miradas se volvieron más frías. Para las familias judías como los Kaufmanns, el mundo comenzó a estrecharse. Sin embargo, incluso cuando la vida se hacía más dura, Hannelore siguió montando su triciclo rojo. Incluso cuando los niños judíos eran prohibidos en las escuelas públicas, y los vecinos miraron hacia otro lado, encontró libertad al ritmo de su pedaleo. Incluso cuando el miedo se metió en los ojos de sus padres y la comida era escasa, ella se aferró a su triciclo como un talismán: algo rojo y hermoso y suyo.
Finalmente, llegó el día en que ella ya no podía montarlo. El triciclo, que alguna vez fue un símbolo de alegría y velocidad, se sentó en silencio en la esquina de una habitación que se hacía más fría y más tranquila cada día. En 1944, cuando Hannelore tenía sólo 13 años, ella y su familia fueron deportados a Auschwitz, el más infame de los campos de exterminio nazis. Su triciclo rojo fue dejado atrás, tal vez todavía esperando junto a la puerta, sin saber que su motorista nunca volvería. Allí, a la sombra de chimeneas y alambre de púas, le quitaron la vida a Hannelore Kaufmann. Ella tenía 13 años. Nunca volvió a montar en triciclo. Pero en la mente y el corazón de los que recuerdan, ella todavía está montando. Todavía volando por las calles de Berlín. Todavía riendo en el viento. Todavía imaginando nuevos mundos desde el asiento de su triciclo rojo. Su historia, como la de tantos niños perdidos en el Holocausto, nos recuerda a lo que fue robado, no sólo vidas, sino sueños, risas y amor.
Hannelore Kaufmann no era un número. Ella no era una estadística. Ella era una niña que amaba su triciclo rojo. Ella era una hija, una amiga, un alma llena de vida. Ella tenía un juguete favorito, juegos favoritos y un corazón que confiaba en el mundo. Recordamos a Hannelore no por la forma en que terminó su vida, sino por la manera en que vivió. Con alegría. Con imaginación. Con energía ilimitada y un triciclo rojo que llevó sus sueños. Honrémosla recordando su nombre y contando su historia. Hablemos por los niños que no tenían voz. Asegurémonos de que su inocencia, su alegría y su humanidad nunca sean olvidados. Que la memoria de Hannelore sea una bendición. Que su espíritu viva en la risa de todos los niños. Y que nunca olvidemos a la chica que amaba su triciclo rojo.
DdA, XXI/6.006
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