Begoña González
Me fui a París por trabajo, sí. Pero fue aquí donde entendí que algo en mí ya pertenecía a esta cultura: la conversación como arte, el pensamiento como forma de compartir. En Francia, disentir no incomoda: se celebra. Y entonces lo supe. Yo ya venía de ahí. De una mesa con cinco voces —mis padres, mis hermanos y yo— compartiendo croquetas e ideas sin fin, donde aprendí que pensar distinto no es una amenaza, sino una oportunidad de siempre descubrir algo más. Que las palabras no se usan para vencer, sino para vincular. Porque eso es la libertad: no la ausencia de conflicto, sino la presencia luminosa del pensamiento. Yo vengo de una casa donde se debatía por el puro deseo de escuchar al otro, donde los silencios eran excepción y las preguntas, lo más sagrado. Por eso, cuando encontré París, no encontré una patria nueva. Encontré la lengua de mi infancia: esa en la que hablar era también comprender. Y disentir la forma más honesta de seguir aprendiendo.
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