Cuando todo está dicho y queda un rastro de palabras pesadas como el mármol; cuando quedan las glosas como estatuas esculpidas que pretendieran retratar al finado, pero que en demasiadas ocasiones acaban definiendo a quien empuña el cincel, que no se sabe por qué se toma a sí mismo por un guerrero luchando en la batalla de la admiración ciega. Pero resulta que aquí no hay tal guerra, porque incluso aquellos que no compartían su carrera política salvan la literaria y eso, al final, es lo que queda en el universo incierto de la posteridad. Yo creo haber conocido al hombre, no a la estatua erigida, en unos de esos momentos de cierta vulnerabilidad en los que no hay gloria que valga. Nos habían encomendado entregar a dúo el Goya al mejor guion adaptado. Ya en sí las galas de cine están diseñadas para profesionales del espectáculo que saben esperar horas sin que se les caiga la cara de cansancio. La entrada fue problemática, empezamos mal. Me tomaron de la mano con la energía autoritaria de los organizadores y dejaron a mi marido atrás, para abandonarlo sin contemplación donde ni lo conocían ni lo reconocían. Así lo tuve, perdido un buen rato, sabiendo que no está hecho para abrirse paso entre la multitud. Con esa inquietud llegué hasta el backstage donde esperaba, cansado ya, Vargas Llosa. Entre tanta algarabía intercambiamos una mirada de alivio y reconocimiento. Un regidor nos pidió que lo siguiéramos y así hicimos, lentos los dos, penetrando en la creciente oscuridad mientras atendíamos al aviso de “cuidado con los cables”. Le tomé del brazo y sentí que él estaba más inseguro aún que yo porque se aferró a mi mano. Cuando llegamos al punto desde el que se efectuaría nuestra salida al escenario nos dejaron solos. En la oscuridad, iluminado levemente por un halo tibio de luz, vi su perfil único, un perfil propio de la medalla de uso corriente que homenajea a un prócer, a un Nobel o a un viejo cantante de tangos. Inevitable fue la intimidad al estar a oscuras y con el silencio roto solo por el rumor opacado de lo que afuera ocurría. A ver si no me caigo, dijo. A ver si no nos caemos, dije. Él sonrió y en la penumbra se le dibujó su dentadura mítica, aquella con la que bromeaba el viejo Onetti: “Yo tenía unos dientes bien hermosos, pero se los presté a Vargas Llosa y no me los ha devuelto”. Sí, nuestro hombre recordaba la ocurrencia del uruguayo. Estábamos muy juntos, buscando cierta protección, inmóviles, como subidos a una piedra pequeña en un río de cables al que pudieras caerte en cualquier momento. Pensé que lo estaba viendo como lo habrían visto todas sus mujeres en la penumbra de la alcoba. Un momento propicio para las confidencias: ¿Cómo se vive de pronto perseguido por la prensa del corazón?, le pregunté. Es horrible, contestó, me gustaría hacer planes, salir al cine, improvisar, pero Isabel no quiere; es una vida absurda, tienes que estar midiendo todos tus movimientos… Lo miré sin reparo, porque él no me veía mirarlo y juro que pensé: ¿cuánto tiempo tardará este hombre en regresar a su antigua vida? Recordé las palabras de agradecimiento a su mujer en la ceremonia del Nobel, años atrás, palabras que definían toda una época; aquella vieja manera de entender la vida del genio, siempre asistido por una mujer que de amante pasaba a ser madre de los hijos, maternal también con él, secretaria, mala de la película si tocaba, protectora, ambiciosa según el consabido juicio ajeno, propiciadora de la paz cuando de escribir se trataba, perfecta en lo social, administradora, ciega voluntaria ante tantos deslices, orgullosa de ser la mujer a la que se regresa. El tipo de compañera que hasta hace bien poco alababan los cronistas literarios, la digna esposa del maestro. ¿Qué hacía entonces aquel hombre ya confuso y frágil en este lío de cables? El regidor nos empujó al escenario. Tomé del brazo al Nobel, para que no se cayera, y para no caerme.
DdA, XXI/5.964 EL PAÍS
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