domingo, 2 de febrero de 2025

CHAVELA ROZALÉN ORTUÑO DESPIERTA EL SUEÑO



Valentín Martín

Para ser por primera vez María Isabel Anita Carmen de Jesús, la mexicana del San Joaquín costarricense, cautivadora de la ranchera y del folklore latinoamericano y la voz áspera de la ternura, María se ha ido a Valladolid, tierra de contradicciones históricas.
Allí uno de los jefes aconseja ahora que para evitar la despoblación y salvar la agricultura la mujer debe volver al seno de la Sección Femenina, dejarse de historias y quedarse en casa cuidando hijos y geranios. Y otro niega a Diofanto, el padre del álgebra y la aritmética.
Tengo que preguntar al cantor Eliseo Parra y a mi amigo poeta J.M. Barbot (anoche estuvo en el teatro) cómo está el patio.
Quede muy claro: el anciano que ahora garabatea este primer capítulo de una aventura hermosa que continuará en Madrid, tiene agradecimientos a esa tierra que hoy también se alimenta con la voz de Chavela Rozalén Ortuño. Allí un general le salvó la vida, y un psicólogo le recetó una boda.
Sabe el anciano que en el teatro Calderón donde se ha estrenado "Chavela" se firmó la fusión de dos grupos para ir juntos a la guerra. Que al lado de allí nació un Jueves Santo a las 4:30 de la tarde la reina Isabel, quien para seguir siendo poderosa casó a una de sus hijas con un rey maltratador sin una puerta violeta abierta a la libertad.
Pero la mujer más importante de la ciudad no fue esta reina itinerante sino Ángeles, que se llamó como Chavela Rozalén Ortuño y como su madre letureña.
Ángeles, señora de rojo sobre fondo gris, acompañó siempre a Miguel Delibes -ese perito cazador con tan buen oído para el idioma- que decía cosas raras a su amigo Sobejano: para ser un buen escritor hay que ser mala persona.
En este paisaje humano y en enero, ha sonado por primera vez Chavela Rozalén Ortuño, la última chamana. La que llevaba pistola, la que vestía de hombre, la que fumaba y bebía mucho, la que tuvo que esperar 81 años para proclamarse libre. Qué crueles apariencias se cebaron en la dama del poncho rojo.
A esta Chavela Rozalén Ortuño (Ortuño por su madre que canta como ella pero en casa) tuvo que empujarla el joven Pedro: tienes un don y la obligación de compartirlo. La niña lo hizo primero de espaldas, y luego ya no dejó de dar la cara.
Y qué seducción hay en Chavela Rozalén Ortuño al traernos la cara de Chavela Vargas. Cuando Madrid abra las puertas del teatro Marquina será un suceso.
De San Joaquín a Letur hay un océano con nombre y 9.000 kilómetros de distancia. Entre María Rozalén y Chavela Vargas, una pasión compartida por la música que tritura los 66 años de calendario entre una vida y otra vida latiendo para tejer la urdimbre que conocen muy bien las palomas negras, el piensa en mí, el acostumbrarse, los mundos raros, los negros cariñosos, la mano de Macorina, los viajes a la magia del bolero, la letra pequeña y la grande, voz y guitarra.
No hay mayor delito que matar un sueño. Va para 13 años que Chavela Vargas se despidió de Madrid cantando en la Residencia de Estudiantes donde García Lorca tocaba al piano Los cuatro muleros, en las noches de los amigos. Poco después, Chavela se echó a dormir definitivamente en Cuernavaca. Murió de cansancio.
Chavela Rozalén Ortuño es la mejor cuando termina la muerte y tocan a levantarse.
Despierta el sueño. Ya se echó a andar adelantando a la primavera.

DdA, XXI/5.897

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