viernes, 10 de enero de 2025

LA SIDRA Y MI PADRE EN EL LUGAR QUE LO VIO NACER


La autora del artículo, publicado en Nortes, se sirve de la declaración de la cultura sidrera asturiana como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por parte de la Unesco, para hacer una emotiva semblanza de su progenitor, que hizo de su huerto de manzanos su paraíso particular, siguiendo hasta su último aliento el ritmo vital de los árboles y la jubilosa inminencia de cada sidra nueva. Suárez Coalla recuerda el último vaso de sidra que compartió con su padre, "ya él enfermo de muerte, postrado en la cama sin poder levantarse y haciendo esfuerzos para beber porque era mi cumpleaños. “Esto ye vida”, dijo mi padre en cuanto acabó aquel vaso de sidra que le había servido". 

Paquita Suárez Coalla

En la casa de mi padre no tenían hórreo ni llagar. El hórreo en el que su madre dormía de pequeña con su abuelo, y en el que había nacido su hermana mayor, había desaparecido una noche en la que el fuego de una vela se fue apoderando poco a poco de las bondades combustibles del castaño y lo convirtió en povisas. Mi bisabuela –viuda desde muy joven– no tuvo posibilidades de hacerse con otro hórreo y el dinero que mi abuela le dio después de haber estado sirviendo varios años en Avilés no le alcanzó más que para hacer una cuadra con las piedras que ella misma recogía cuando iba al molín y las que le fue carretando un vecino suyo que tenía bueyes. Las rentas que el trabajo conjunto de las cuatro mujeres les dejaba no daban para más, y cuando mi abuela se casó y sus dos hermanas se fueron a vivir a Zaragoza, el dinero siguió haciendo aguas con los gastos innecesarios y excesivos del marido. Aunque mi abuelo tenía un puesto relativamente bueno en El Vasco, los beneficios debían de llegar más bien menguados a la casa, y tendrían que esperar hasta principios de los 80 –cuando el declive del campo asturiano ya era notorio– para que mi padre pudiera comprar el huerto que llevaban arrendando desde la época de mi bisabuela y trajera un hórreo del concejo de Salas. Mi padre fue el hombre más feliz del mundo con aquel hórreo que había llegado de Bulse y enseguida empezó a llenar gran parte de la finca de manzanales, transformando el huerto original en una huerta. Plantó también cerolales, una peral, un caqui y, poco antes de morir, una castañal de castaña valduna que mi madre le pidió que plantara. No puedo ponerle fecha, pero el llagar llegó seguramente al poco de comprar la finca y el hórreo, y en casa tuvo que haberse doblado la producción de sidra que se había hecho en el llagar de un primo de Sandiche primero, y en el de un vecino de Grullos después. Mi padre acomodó el llagar debajo del hórreo –luego lo trasladaría a la cuadra, donde ahora sigue– y la huerta, de la que disfrutó con la tranquilidad que la jubilación anticipada de Ensidesa le permitió, se convirtió en su paraíso particular.

La identidad de los últimos treinta y muchos años de mi padre estuvo absolutamente vinculada a ese pequeño espacio de la tierra lleno de manzanales en el que se condensaron momentos esenciales de su vida, aquellos que él fue construyendo desde el poder de los afectos y desde el amor que siempre sintió por el campo. Allí nos fue arropando a todos como si no hubiera otro lugar en el mundo, y no hubo día del año que no se acercara a la huerta a escuchar el ritmo vital de los árboles y a vigilar sus latidos. Mi padre conocía todas las plantas, reconocía las huellas que la seca o el granizo habían dejado en la hortaliza o en la fruta, y anticipaba la cosecha de manzana con la felicidad que produce a cualquiera cualquier nacimiento. Lamentaba profundamente que ese mundo, que él no había abandonado nunca, fuera a acabarse, y la misma mañana del día en que murió, ya casi agonizando, se aseguró de que la sidra que él había hecho desde un tiempo anterior a nuestra memoria siguiera haciéndose.

Aunque he llegado a dormir en su cama para acompañar algunas noches a mi madre, y me he asomado a la ventana de su cuarto para ver lo que él veía cada mañana al despertar y empezar a prepararse para ir a abrir el gallinero, todavía no he podido volver a la huerta sin sentir la urgencia de huir de un lugar que me recuerda demasiado que no está. Los mejores momentos son quizás los más difíciles de instalarse de nuevo en nuestra memoria y no hay vez que no me acuerde de lo mucho que me gustaba tomar con mi padre en la huerta una botella de sidra antes de comer para que el corazón, terriblemente asustado por lo que esa memoria le produce, haga lo imposible para atenuarla. Me gustaría celebrar su recuerdo como aún no puedo celebrarlo, y sentir que su espíritu me sigue acompañando más allá de los atributos físicos que se han tenido que perder. Si en cierta medida lo he hecho, ha sido desde la inmaterialidad balsámica de la escritura, ese ejercicio limpio con el que uno es capaz de mitigar el olor más denso y menos tolerable de las emociones de las que se nutre. Y porque sentirlas, sin darles la forma que la palabra nos brinda, sería realmente caótico.

Mi padre (volviendo a su historia) no solo era el hombre más viejo del pueblo que seguía haciendo sidra cada otoño, sino el único de Grullos que no había dejado de hacerla nunca. Disfrutaba enormemente con este proceso que atravesaba todas las estaciones del año y este ritual, que comenzaba a anticipar en la primavera en cuanto florecían los manzanales, le hizo amar de una manera profunda la vida que le tocó vivir. No lo imagino ni lo invento; se lo oí decir en una ocasión, sentado en esa misma huerta que habían trabajado por varias generaciones en su familia –y que él esculpió como una obra de arte– mientras hacía balance de lo que había vivido. Me sobran los detalles para saber que a mi padre no lo traicionaba la nostalgia, ese sentir que cualquier tiempo pasado fue mejor simplemente porque ese pasado en el que “fuimos”, felices o no, ya no está. Él era consciente de todas las líneas amargas que había tenido que interpretar desde que era niño y, aun así, y aunque solía tener una visión más bien catastrofista de la existencia, y era víctima de su tendencia excesiva a preocuparse por todo y un poco a pensar que solo lo peor le pasaba a él, yo sé que no hubiera cambiado ese modo de estar en el mundo y esa vida pegada al mismo lugar que lo vio nacer por ninguna otra.

Cuando a principios de diciembre del 2024 la Unesco declaraba la cultura sidrera asturiana Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, fue imposible no pensar inmediatamente en mi padre. Lamenté que este reconocimiento no hubiera llegado a tiempo para que él hubiera podido celebrarlo, y me atreví a desafiar los bordes de esa memoria aún herida al acordarme del último vaso de sidra que mi padre y yo tomamos juntos, ya él enfermo de muerte, postrado en la cama sin poder levantarse y haciendo esfuerzos para beber porque era mi cumpleaños. “Esto ye vida”, dijo mi padre en cuanto acabó aquel vaso de sidra que le había servido. Yo me animé exageradamente al oírlo y le pregunté si quería más. Mi padre me miró desde una profundidad a la que no tenía acceso y me hizo entender que habíamos llegado a un límite que no podíamos seguir ignorando. Veintitrés días más tarde mi padre murió. Yo ya había regresado a Nueva York –convencida de que volvería a verlo en noviembre– y las manzanas, que no llegó a probar, llevaban semanas decorando los manzanos que él había estado plantando desde que compró la huerta y con las que ese otoño, aunque ya él no estaba, se hizo de nuevo la sidra.

NORTES   DdA, XXI, 5.877

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