Hoy publica el diario El País una información que es elemental para entender el gran desastre que está viviendo la provincia de Valencia, donde además de una nefasta gestión de la DANA anunciada por la AEMT hay que tener en cuenta la edificación en zonas inundables. En España existen 26.733 kilómetros de tramos de ríos con zonas inundables ―entre otros que todavía no se han estudiado― y en los que presentan más peligro de avenidas frecuentes viven 2,7 millones de personas. Algunas de esas personas ya no están entre nosotros porque forman parte del cada vez más alto número de víctimas mortales que se está contabilizando en la citada provincia. Si a esto unimos, según señala el articulista, que el Mediterráneo se está convirtiendo en un horno de cocción de tormentas cada vez más fragorosas y prolongadas como consecuencia del cambio climático, no es pesimismo pensar que lo que estamos viviendo se vuelva a repetir. El desastre no es nuevo, pero puede ser cada vez peor si no se toman medidas, como estamos comprobando.
David Pablo Montesinos
Vivo apenas a unos metros de algunos de los focos de la tragedia, pero, para mi suerte, no tengo un relato que ofrecerles.
Me viene a la memoria la etimología del vocablo, "dis aster", que supone quedarse sin estrella... viene al caso, creo. El Nuevo Cauce del Turia, detuvo la brutal acometida de las aguas y lo pagaron las localidades metropolitanas del sur y el oeste, sin olvidarme de la catástrofe en las comarcas del interior. La cifra de muertos multiplica las de los anteriores desastres por aguas, el del 57 y el del 82. Lo que parece claro es que en los tres casos se reunieron las circunstancias atmosféricas adecuadas para el diluvio. Si ocurre cada cierto tiempo en nuestra tierra parece mezquino decir ahora que la culpa de los muertos la tiene X o Y. Ahora bien, en el 57 no había medios para prevenir ni después para paliar los efectos del feroz aguacero. En el 82 la verdadera catástrofe no vino por las ingentes lluvias sino por la rotura de un pantano. ¿Y en 2024?
Mientras veo pasar desde mi balcón grupos de jóvenes para ayudar en las localidades cercanas a Valencia, me pregunto si no es solo que no escarmentamos, sino que en muchos aspectos vamos a peor. Como dijo Tony Judt, podemos presumir como mínimo que “algo va mal”.
Permítanme transmitirles algunas anotaciones de estos días.
1. Me niego a sucumbir a la tentación del cinismo. Hablamos a menudo contra la indiferencia y la irresponsabilidad de los jóvenes, pero mientras los supermercados se llena de histéricos de mediana edad en busca de garrafas de agua -que es lo que de verdad crea los problemas de abastecimiento- miles de chavales se lanzan escobas en mano a practicar la solidaridad.
2. No tengo nada personal contra Mazón. Pero si careces del liderazgo y la determinación para en un momento así tomar decisiones para salvar vidas, si te vence el miedo al electorado y titubeas porque te van a criticar tus amigos empresarios por parar toda la actividad durante un día, entonces no estás en condiciones de presidir una comunidad con más de cinco millones de habitantes.
3. Está muy bien que Juan Roig, ese gran filántropo, aparezca al lado de los jóvenes que portan escobas. No es el culpable de que los histéricos acaben con las existencias de garrafas de agua y con el pan en sus estanterías. Se le agradece además que abra las puertas del pabellón de baloncesto para atender a los damnificados. Pero yo le preguntaría si no cree tener ninguna responsabilidad por haber enviado a su gente a cumplir pedidos cuando el desastre ya era conocido.
4. Una de las plagas del infierno se nos echó encima el día que la señora Thatcher dijo aquello de “la sociedad no existe, solo existen el individuo y las familias”. En mi pueblo afirmar que me gusta ser un hijoputa es no solo ser tal cosa, sino además un cínico. Ese cinismo fundamenta la ideología hegemónica en Occidente durante el último medio siglo. A mí no me hace falta una catástrofe para saber que necesitamos una sociedad cohesionada, unas instituciones públicas fuertes y una ciudadanía con verdadero poder de participación política. O entendemos que cuidar de nosotros y de nuestros vecinos es la prioridad de la vida en común o seguiremos creyendo que Sánchez tiene la culpa de todo y que son tipos como Juan Roig los que tienen que salvarnos.
5. En las tragedias emerge lo mejor y lo peor de la especie. Vemos cómo en estos días hay bandas de desaprensivos entregados al pillaje. Y vemos a Núñez Feijóo. Qué hombre tan pequeño, qué miseria moral, qué señor tan triste y tan gris. Al mismo tiempo, vemos cómo tipos, sin que nadie les llame a ello -excepto eso tan despreciado llamado “valores”- se lanzan a salvar a personas arrastradas por la corriente poniendo su propia vida en riesgo. Qué especie tan desconcertante la nuestra.
6. Siento que moleste a muchos, pero la evidencia es que todos, no solo los políticos, vivimos como si las catástrofes naturales nunca fueran a venir. Se habla de sistemas de prevención pero, me temo, nuestra forma de vida es constitutivamente vulnerable a la tragedia. Mola mucho vivir en un adosado a diez kilómetros de la capital cogiendo el coche a cada momento como los yanquis; mola mucho, a algunos, tener una ciudad atractiva para el turismo masivo; mola mucho tener posters de Greta Thunberg mientras seguimos consumiendo combustible sin cortarnos un pelo… En Valencia han sobrevenido tres sucesos espantosos en poco tiempo: el gigantesco incendio de Bejís, el del edificio de Campanar y, ahora, la “barrancada” de L´Horta. Los tres reflejan problemas de prevención, de gestión, de sobreatención al lucro en detrimento de esas cosas tan tediosas de la precaución y la evaluación de riesgos ambientales. El Mediterráneo va a seguir siendo un horno a la espera de otra tormenta perfecta y la urbanización y asfaltización del suelo seguirá creando pistas estupendas para que el agua venga de los barrancos y nos ahogue. No soy optimista, tampoco cínico, pero ser optimista conociéndonos es una ingenuidad.
DdA, XX/5.811
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