EDITORIAL
Ha sido una excelente noticia que la Corte Penal Internacional (CPI) haya cursado finalmente órdenes de detención contra los dirigentes israelíes Benjamín Netanyahu y Yoav Gallant por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, incluido el exterminio. Excelente, porque desde su fundación en 1998 la CPI ha sido un recurso de los poderosos del mundo que practican la justicia de los vencedores y el doble rasero. Financiada en un 75% por países europeos y Canadá, la CPI ignoró la guerra de Irak, no existió en Libia, no hizo nada contra Israel tras las mortíferas masacres de 2008 en Gaza y puso siempre el foco en las fechorías del Sur Global, con la mitad de sus investigaciones centradas en países africanos.
Su primer fiscal, el argentino Luis Moreno Ocampo, dio garantías de que nunca emprendería causas contra ciudadanos estadounidenses. En 2019, el tribunal de La Haya tiró para atrás una investigación sobre crímenes de guerra y contra la humanidad en Afganistán después de que el consejero de Seguridad Nacional de Trump, John Bolton, amenazara a los jueces y fiscales de la CPI con “impedir su entrada en Estados Unidos”, “incautar sus fondos y perseguirlos judicialmente desde el sistema penal de Estados Unidos”. La orden de detención contra Netanyahu rompe esa línea, pero ha pagado su precio.
El tribunal ha demorado las órdenes seis meses –cuando solo necesitaron tres semanas para cursarse contra Vladimir Putin– y han pasado ya casi diez años desde que se abriera la primera investigación preliminar sobre los crímenes de Israel en Palestina. Diez años de amenazas, injerencias, presiones y acoso a jueces y funcionarios de la Corte por parte de agentes de los servicios de inteligencia israelíes y funcionarios del Departamento de Estado y del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos paralizaron dicha investigación. El propio jefe del Mossad amenazó a la anterior fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, y a su familia. El actual fiscal de la CPI, Karim Khan, fue objeto, en octubre, de una campaña de difamación al vincularlo sin pruebas a un caso de acoso que ni siquiera fue objeto de investigación contra una empleada del tribunal que no presentó denuncia. Khan dijo que eso formaba parte de las amenazas, presiones y campañas contra la CPI. Esa es la historia de esa orden. La realidad de una justicia internacional torcida no hace sino doblar su valor.
El genocidio de Gaza no puede quedar impune. Hay que pararlo. Si se acepta en Gaza es muy poco probable que la violencia mucho más prolongada y lenta que experimenta, y experimentará aún más, la mayoría mundial como consecuencia del colapso ecológico y el cambio climático suscite la simpatía del establishment occidental. Solo hace falta ver las vergonzantes reacciones de Alemania, Francia y Reino Unido ante el anuncio de las órdenes, y el desasosiego de los medios y periodistas que diariamente justifican a Israel en esos y otros países occidentales. No sorprende tampoco la parálisis vivida en Bruselas, donde se anuló la conferencia de prensa prevista (cabe suponer que por diferencias entre Borrell y Von der Leyen).
Respecto al Estado español, y a falta de que se conozcan las posibles consecuencias legales por complicidad para los países que suministran armas a Israel, el Gobierno del PSOE y Sumar ya no tiene excusas y está moral y políticamente obligado a tomar dos decisiones urgentes: una, acabar de una vez con el transporte de esas armas a través de su territorio, y dos, romper relaciones diplomáticas y comerciales con Israel, un país gobernado por un dirigente criminal y genocida.
Como ha dicho el presidente colombiano Gustavo Petro, “Gaza es el espejo de nuestro futuro inmediato”, y, nos permitimos añadir, también el retrovisor de nuestro pasado. Por eso, dentro de la infamia política y mediática que rodea a la masacre de Gaza, y en medio del drama y la indignación que suscita en las calles, esta es una pequeña excelente noticia.
CTXT
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