jueves, 31 de octubre de 2024

LAS "LUCES DE BOHEMIA" SIGUEN ALUMBRANDO NUESTRA REALIDAD


Nuestro estimado hispanista irlandés escribe a bote pronto, entusiasmado, sus impresiones como espectador del espectáculo teatral que, con motivo del centenario de la publicación de Luces de Bohemia, presenció recientemente en el teatro Español de Madrid. Se sigue repitiendo la necesidad de que este país asista una y otra vez a la representación escénica de este magnífico libreto, concebido por su autor para reflejar nuestro sentido trágico de la vida  con una estética sistemáticamente deformada, copiada de los espejos del Callejón del Gato, tan cerca del teatro madrileño. Gibson nos transmite con su artículo la urgencia de comprobar que las "Luces de bohemia" valleinclanescas siguen alumbrando nuestra realidad, porque por desgracia aún no tenemos la España culta y dialogante, que no sé (y a menudo lo dudo) si algún día será. Lo estamos comprobando cada día en el Congreso, empantanado durante decenios en la corrupción política, incluso cuando ocurren catástrofes como la de Valencia estos días (deplorable la actitud politicastra de Feijóo en el escenario de los hechos) o episodios como el de un dirigente feminista denunciado por agresión sexual a una actriz.


Ian Gibson

Jamás he estado en un reestreno tan emocionante, tan conmovedor, tan necesario. Un reestreno con tanto que decir al público actual, de hoy en día. Váyanse corriendo,  por favor, al madrileño teatro Español, pero rápidos porque ya se expande, relampagueante, la noticia de que en el famoso coliseo de la plaza de Santa Ana se está produciendo poco menos que un milagro.      

Publicado, primero  por entregas, en el magnífico semanario capitalino España, entre julio y octubre de 1920, Luces de bohemia, que es de lo que se trata, se editó, en su versión definitiva, en 1924, y, aunque parezca mentira, nunca se montó en vida del autor gallego, fallecido en Santiago de Compostela en febrero de 1936. Luego, claro, ¿cómo se iba a representar durante los cuarenta años de la dictadura de Franco? Habría que esperar a que se hiciera con la responsabilidad, de manera brillante, Lluís Pasqual.  

El protagonista de Luces de bohemia, Max Estrella es trasunto del malhadado escritor sevillano Alejandro Sawa, fallecido en el Madrid de 1909, ciego, abandonado, deshecho, sin una perra gorda y sin haber podido encontrar editor para su novela Iluminaciones en la sombra –en parte inspiradora de Luces de bohemia–, publicada un año después gracias a Rubén Darío y otros amigos y admiradores del autor, entre ellos, creo, el propio Valle-Inclán.

La noche de marras, el público del Español se quedó absolutamente hechizado, yo diría casi hipnotizado, por la fuerza y actualidad de la obra, dirigida por Eduardo Vasco, con Ginés García Millán volcánico en el papel de Max y Antonio Molero muy a la altura en el de su “perro fiel,” Don Latino de Hispalis, que le acompaña durante toda aquella postrera noche de su vida. Desde el primer momento de la representación todos los allí presentes nos dimos cuenta de que cada frase, y hasta cada palabra, de la diatriba de Max contra la España de entonces se pueden aplicar a la de hoy, cien años después, con su corrupción endémica y el cainismo de sus derechas, como si no hubiera cambiado nada desde entonces. No voy a enumerar aquí todas las imprecaciones de Sawa-Estrella que me llamaron especialmente la atención durante la velada, pero no me resisto a apuntar algunas:

España, en su concepción religiosa, es una tribu del Centro de África.

La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte... Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras.  

Yo me siento pueblo. Yo había nacido para ser tribuno de la plebe, y me acanallé perpetrando traducciones y haciendo versos... Odian mi rebeldía y odian mi talento.

La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza. Me muero de hambre, satisfecho de no haber llevado una triste vela en la trágica mojiganga.

Soy ciego, me llaman poeta, vivo de hacer versos y vivo miserable. Estás pensando que soy un borracho. ¡Afortunadamente! Si no fuese un borracho ya me hubiera pegado un tiro!

Y, cómo no, la estética del esperpento, tan en deuda con los famosos espejos deformadores del Callejón del Gato: 

El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada... España es una deformación grotesca de la civilización europea... Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas...

No podré olvidar el escalofriante diálogo, en el calabozo del ministerio de la Gobernación, entre Estrella y el preso anarquista Mateo, a quien, pocos minutos después, le será aplicada, tras ser torturado por unos sicarios brutales, la infame ley de fugas (papel interpretado con profunda empatía por José Luis Alcobendas). El anarquista le asegura a Max que en España “el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados” y que aquí “todo lo manda el dinero.” El “hiperbólico andaluz” está de acuerdo:   

MAX. –Los ricos y los pobres, la barbarie ibérica es unánime.

EL PRESO. - ¡Todos!

MAX. - ¡Todos! Mateo, ¿dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?

Aún menos olvidaré la conversación que tiene lugar en el cementerio del Este, tras el paupérrimo sepelio de Estrella, entre el marqués de Bradomín –protagonista de las cuatro Sonatas “decadentes” de Valle-Inclán–, Rubén Darío y los sepultureros: alcanza las más altas cotas dramáticas, yo diría que sublimes. Y me pareció admirable la ocurrencia, por parte de Eduardo Vasco –ya que la alusión del dramaturgo a Hamlet es explícita–, de introducir, en esta escena, a modo de aparición fantasmal, nada más y nada menos que el cráneo de Yorick. Max se extingue, habiendo proferido su último “buenas noches”, delante de la puerta del mísero inmueble de la calle de Bastardillos donde tiene su guardillón, tras recordar otra vez, creyendo haber recuperado momentáneamente la vista, el entierro en París de su héroe Víctor Hugo (1885). Y allí, como sarcasmo final, su “amigo” Don Latino le quita, antes de abandonarle, la cartera, ¡no sea que otro se la robe! 

Es magistral este montaje, tarea muy difícil, entre otras razones, por la naturaleza tan literaria de las acotaciones valleinclanescas, mucho más que indicaciones de autor para una representación teatral. Me han impresionado la soltura del elenco al moverse por el escenario –en el reparto intervienen una veintena de actores–, la claridad de su dicción, la discreción de la música y otros muchos detalles. 

Salí a la plaza asombrado y dolorido. Y, sintiéndome incapaz de hablar más de lo estrictamente necesario con nadie, me interné en el Callejón del Gato, a dos pasos, donde, en una vitrina dentro del renombrado bar Las Bravas, se conservan, otra maravilla, los espejos cóncavos sin los cuales no tendríamos  Luces de bohemia.  Allí brindé por D. Ramón, por Max, por todos los relacionados con el montaje... y por la España culta y dialogante que, por desgracia, aún no tenemos y que no sé (y a menudo lo dudo) si algún día será. 

INFOLIBRE DdA, XX/5.809 

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