Lazarillo
Durante casi tres días, y sin que dejase de abrigar la posibilidad de que se recuperase, he estado cuidando a un petirrojo herido que no podía volar. Una de sus patas y una de sus alas se lo impedían por haber sufrido las fauces de nuestro gato Sirio, al que le quité la presa de la boca. El pajarillo habría tenido muy corta vida a la intemperie bajo la lluvia copiosa de una tarde de tormenta, pero la que tuvo dentro de casa tampoco fue vida. Verlo arrastrarse por el suelo e intentar sucesivos revoloteos sin apenas levantarse en el aire era doloroso. Para dormir lo metimos en una cajita de cartón, pero prefirió pasar sus dos noches domésticas en un rincón junto a la mesa en la que escribo. Como el gato supo de su presencia, al escucharlo desde el exterior con la puerta cerrada, hubo que someter al felino a una severa vigilancia. La última mañana del pajarillo me hizo prever el final. Apenas tenía fuerzas para aquellos primeros intentos de revoloteo del primer día. Tampoco había hecho el mínimo caso a las miguitas de semillas que le pusimos en la caja. El latir de su corazón cada vez era más leve. Lo volví a colocar en la cajita de cartón esperando el desenlace. Lo supe porque su corazón al apagarse hizo que latiera el cartón más fuerte unos segundos. Quise tenerlo en la mano para despedirme del calor de su cuerpecillo y le cerré los ojos sin poder evitar las lágrimas que me vuelven ahora al escribirlo. Su gran lección de vida es que sin alas la vida no tiene sentido. O también: los que viven sin alas están muertos. No deberíamos arrastrarnos por la vida. Me lo acaba de decir con su cuerpecillo herido el corazón de un petirrojo. Después he vuelto a leer el cuento de Lagerlöf para sentirme niño:
"El petirrojo vio cómo la sangre goteaba de la frente del crucificado, y no pudo permanecer más tiempo quieto.
—Aunque soy pequeño y débil, es preciso que haga algo por ese pobre mártir —gorjeó para sí.
Y abandonó su nido y voló por los aires. Trazando amplios círculos dio varias vueltas en torno al crucificado sin acercarse a él, pues era un pájaro tan tímido que nunca había osado aproximarse a las personas. Pero, poco a poco, fue tomando ánimos hasta llegar a la cruz y con su menudo piquito sacó una de las espinas de la frente del crucificado.
Y mientras esto hacía, salpicó una gota de sangre el pecho del pajarillo, tiñendo de color rojo el delicado plumaje de su garganta.
Y el crucificado abrió los labios y susurró al pajarillo:
—En premio a tu piedad has merecido lo que toda tu estirpe viene anhelando desde el día de la creación.
Cuando el pajarillo volvió a su nido, le gorjearon sus pequeños:
—¡Tu pecho es rojo, las plumas de tu garganta son más rojas que las rosas!
—Esto no es más que una gota de sangre de la frente de ese desgraciado. Desaparecerá en cuanto me bañe en un arroyuelo o en una fuente —gorjeó el pajarillo por toda respuesta.
Pero por más que el pajarillo sumergióse en el agua, el color no se borró de su pecho, y cuando crecieron sus pequeñuelos, brilló la mancha, roja como la sangre, en las plumitas de sus pechos, tal como brilla aún hoy día en el pecho de todo petirrojo. SELMA LAGERLÖF
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